martes, 31 de agosto de 2010

Luisa, la zarata




Se llamaba Luisa. La llamaban "la zarata" y forma parte del paisaje de mi infancia en Palazuelo como el resto de cosas y lugares con que pueblo los recuerdos: el molino de Carancha, la casa del señorito, el reguero bajo o las negrillas centenarias a la puerta de la iglesia.

A mis ojos de niño, al encontrarla en la iglesia, en el caño de la plaza, en la tienda de "la guapa", era una mujer como otras tantas, de esa edad imprecisa que tienen las abuelas.

Pero, al nombrarla, se notaba un silencio que hacía pensar que algún misterio se ocultaba. Era parte, parecía, de ese tabú innombrable que, a veces, ocultan las aldeas.

Solamente, ya de mozo, años más tarde, cuando se suponía que había superado, sin saberlo, algún rito de pasaje, llegué a enterarme del secreto.

En estos pueblos de ribera, una mujer sin hombre en casa, viviendo sola, estaba condenada a la pobreza.

Y Luisa quedó viuda cuando entonces, cuando, de recién casada, le arrancaron al marido para el frente de Teruel. Y allí quedó. Con otros muchos.

Después del zafarrancho, volvieron los hombres que quedaron. Volvió la vida a su rutina, a la dura tarea de seguir vivos como fuera.

Luisa hizo frente a la desgracia como pudo: pagando las patatas y el tocino con la vieja moneda del alivio de los mozos que llegaban por la noche, como sombras, por los huertos.

Se hizo un pacto de silencio: nadie en el pueblo quiso saber nunca de qué forma conseguía, sin tierras y sin hijos, ir viviendo.

Con el tiempo, los mozos se hicieron hombres pero fueron manteniendo, por un tiempo, la costumbre.

Luego, la edad y la rutina fueron haciendo más escasas las visitas y las cuotas que aportaban. A partir de entonces, las mujeres, como si tuvieran la sensación inconsciente de tener que agradecer el que su matrimonio hubiera aguantado los envites, siguieron ayudando con un cesto de huevos, manzana, uvas o patatas, por su tiempo.

Pero Luisa tenía inculcada en las entrañas la vieja moral de que el pan ha de ganarse con esfuerzo, poniendo algo de la parte del que come. Por eso salía cada tarde a la puerta de la calle, al sol de la abrigada, a esperar la posible clientela, disimulando la inquietud con la calceta.

Por eso, cuando vió venir a aquel mocetón, que acababan de contratar como pastor, volviendo con sus ovejas al sol puesto, le renació la esperanza. Y cuando el mozo, al pasar, le preguntó: "¿Qué hora es?" se puso en pie como por obra de un resorte y contestó:

-¿Qué hora es? ¡Ay ladrón, ladrón qué pronto me has convencido!.

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