miércoles, 29 de septiembre de 2010

Humanamente

Mientras lo siga viendo alejarse no se me quitará esta angustia. En realidad no, en realidad no bastará con dejar de ver su barca perderse en el horizonte.

De verdad que intento consolarme. Intento pensar que soy demasiado grande como para necesitar consuelo. Que fue bonito. Que todo tiene un principio y un final, y que, después de todo, éste no es tan malo. Me puedo decir un millón de cosas que en realidad no creo, por si a fuerza de repetirlas termino creyendo, pero de momento, si soy sincera del todo, no puedo evitar la ira, ni la sensación de haber sido utilizada. Es todo un ciclo. Después llegará la tristeza. Tendré que llegar a reconocer mi tristeza para que puedan cicatrizar las heridas. Pero no importa, es un ciclo. Después comenzará otro, y tengo toda la eternidad.
Apareció en la playa tras la tormenta: sucio, inconsciente, medio ahogado. Lo recogí, lo lavé, lo cuidé. Y cuando abrió los ojos, me miró como si fuera una aparición. Y dijo debo estar muerto, pero gracias, gracias, gracias. Y yo le dije que estaba vivo. Y él dijo gracias, gracias, gracias. Y así cada mañana. Durante siete, diez, quince años… es fácil perder la conciencia del tiempo. Yo la perdí, pero él mucho más… por eso el recuperar esa conciencia le resultó mucho más duro. Por eso y por la culpa. Cuánta culpa ese último mes y medio que te llevó preparar tu marcha. Pero tú eres fuerte, ¿verdad? Tú eres fuerte, y lo fácil era entregármela a mí entera, la culpa. Cada día estuviste encontrando la manera de alejarte indemne. ¿Te hizo eso más hombre?
¿Te hizo más hombre convertirme en diosa? Que tengo rostro de diosa, cuerpo de diosa, piel de diosa y sexo de diosa. Pero no era ofreciéndome plegarias o sacrificios como buscabas la eternidad, sino clavándote humanamente en mi carne. No te coloqué grillete alguno, que el día que quisiste marchar lo hiciste. Ni detuve el tiempo tampoco. Y si los años te parecieron días, fue la felicidad la culpable, no yo. ¿Y qué hubiera cambiado eso? ¿Qué hubiera cambiado el amarme cinco horas o cinco años?
Que me da igual que te hayas ido. Me da igual que te sientas más seguro envejeciendo junto a tu esposa que junto a tu amante. Me da igual que al llegar a tu casa te justifiques. Que me conviertas en diosa. Que me culpes de tu larga ausencia. Que digas que te obligué. Que le digas cuánto la extrañaste todo este tiempo.
Miéntele a ella. Miéntele al mundo. Limpia tu culpa a sus ojos, pero sé un hombre, aunque sólo sea para que yo pueda quedarme tranquila sabiendo que amé a un hombre, y ten el valor de reconocerte a ti mismo cuánto amó el prudente Ulises a la dulce Calipso.
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Cuando leí en la Odisea cómo narraba Homero el episodio de Calipso, no pude evitar interpretarlo de otra manera.
El título es un homenaje a Blas de Otero.

" Y comieron perdices..."


El desayuno de los sietes de Enero contenía una carga de tristeza que ni siquiera los juguetes recién estrenados podían mitigar. Yo desayunaba en silencio, migando mi pena en el colacao, contemplando la despreocupada diligencia con la que mi madre recogía las delicadas figuritas del belén, despidiéndome en silencio de los relucientes adornos del árbol de Navidad, y vigilando con el rabillo del ojo a mi pobre abuelo, todavía mucho más triste que yo por el final de las fiestas.

Ambos habíamos considerado, como cada año, que el paréntesis festivo que se abría con la resignada constatación de que tampoco esta vez nos había tocado la lotería, era eterno, y sin embargo, como cada año, ese paréntesis acababa de cerrarse. A él le encantaba la Navidad. Muchos años más tarde, cuando una amnesia misericordiosa vino a privarle de la dolorosa conciencia de la ruina de si mismo y dejó de reconocerse y de reconocernos a todos, la contemplación de las luces del árbol de Navidad provocaba que una chispa brillante, hija de su antigua alegría, recorriera los sinuosos caminos del intrincado laberinto sin salidas en que se había convertido su memoria para venir a instalarse en sus grandes ojos vacíos , de un increíble y rarísimo azul mineral, que, desde que tengo memoria, lamento diaria y amargamente no haber heredado.

_No tengas tanta pena, hombre, se burlaba despiadadamente mi abuela. Ya falta menos para otro año y además, añadía con deliberada y guasona crueldad, cualquier rato se asoma hasta acá Marcial, “el probe”.

La sola mención del nombre de Marcial,"el probe” tenía la virtud de alegrarme el día a mi, pero a costa de acabar de estropeárselo definitivamente a mi abuelo. Mi abuelo le tenía a Marcial una rabia enconada y sorda que ni siquiera se molestaba en disimular. Marcial, “el probe ,“era un ser fabuloso, un héroe del imaginario de mi casa, una especie de mito doméstico. Tanto así que entre los recuerdos que tengo de él, me cuesta mucho separar los míos propios de los ajenos, los reales de los imaginados y de los añadidos, o de los imaginados o añadidos de los otros. Las historias de Marcial crecían y se bifurcaban y se enredaban al amor de la lumbre de las largas veladas del invierno y cada narrador incorporaba a la leyenda elementos inventados por si mismo o por otros, construyendo entre todos una figura mitológica pero cercana y tangible, que nunca dejaba de ser Marcial, “el probe” pero que era también mucho mas que eso.

El aparecía por casa de una vez al año, envuelto en su indestructible capote miliar, cargando siempre  un morral que era como la chistera de un mago porque no tenia fondo y de él podía llegar a salir cualquier cosa. Solía venir a finales de Enero. Entraba llamando a gritos a mi abuela, por la que sentía un respeto rayano en la devoción que ella retribuía con ese afecto espontáneo y burlón que siempre le inspiraron los chiflados, le estampaba dos besos sonoros en las mejillas, la piropeaba con arte y después le preguntaba socarronamente por su primo.

Marcial, “el probe” le contaba a quien quisiera oírlo y a muchos que no querían, que mi abuelo y él eran primos segundos y mi abuelo lo negaba siempre…Creo que de entre todas las cosas que mi abuelo era incapaz de perdonarle, el hecho de que Marcial, “el probe”,dijera ser primo suyo era lo que mas rabia le daba; más que su irredenta vocación de tarambana trashumante, más que su afición a liarse cigarros pestilentes, más que su costumbre de cantar viejas canciones milicianas, más que su destreza manual para improvisar todo un zoológico de animales de papel de periódico y dejar boquiabiertos a los niños, mas que su memoria portentosa en la que cabía todo el romancero, más que su probada condición de mentiroso, más que su manía de irse a dormir al pajar donde, mi abuelo estaba seguro, cualquier día se quedaría frito fumando y terminaría por quemar la casa, más que su misma e indeseable presencia…que Marcial le llamara primo acababa de romperle los nervios.

_ No somos parientes, explicaba desesperado, si eso lo saben hasta los negros, como va a ser hijo de ninguna prima de mi padre, si mi padre nunca tuvo primos... Pero Marcial insistía y aunque era un embustero redomado, y aunque parte de su propio mito se cimentaba sobre su bien ganada reputación de cuentista, y aunque lo que si que sabia todo el mundo era que mi abuelo estaba específica y genéticamente incapacitado para mentir, los ojos grandes de Marcial, de un increíble y rarísimo azul mineral, idénticos a los de mi abuelo, terminaban por convencer a cualquiera.

De todas maneras, sus visitas duraban poco, “el huésped y la pesca al tercer día apestan”, decía con sabiduría refranera. Se marchaba como había llegado, si acaso un poco menos “probe,” porque mi abuela se las arreglaba siempre para llenarle el zurrón milagroso con lo que buenamente podía, una hogaza, chorizos de la matanza reciente, queso, ropa usada en buen estado, una botella de vino envuelta en periódicos, una manta, una estampa de San Antonio … Una vez le ofreció trabajo_ quédate con nosotros este invierno, Marcial, que todos nos hacemos viejos y tu también, le dijo, nos ayudas y a la primavera, si no te gusta te vuelves donde quieras pero Marcial se negó. Cualquiera sabía, y mi abuela mejor que nadie, que era incapaz de estar mas de tres días en el mismo sitio.

Durante los pocos días que pasaba en casa contaba como le había ido el año; a que hora y en que sitio había saludado a un antiguo ministro de Franco, como se había colado en un hotel de lujo para dormir en la suite real, donde, quien y de que alevosa manera le había robado la última vez, en qué lugar sabía él que había enterrado muchísimo dinero de una herencia… historias increíbles que en su voz y en su meticuloso gusto por los detalles más relevantes y por los más anodinos, resultaban absolutamente verosímiles y dejaban a su ingenuo auditorio, maravillado de su propia credulidad. También recitaba romances de ciego en la mejor tradición juglaresca y contaba cuentos clásicos que terminaban con el consabido “y vivieron felices y comieron perdices y a mi no me dieron porque no quisieron”. Que alguien no quisiera darle perdices o cualquier otra cosa a Marcial, “el probe”, me ponía a mí de una mala leche tremenda…el se daba cuenta y se moría de risa. Las perdices están buenísimas, Almita, sobre todo con arroz, yo las comí una vez en casa de la marquesa de Montejos, que me invitó porque le dije la buenaventura, decía y me guiñaba el ojo y allí mismo arrancaba otro cuento. Describía ensimismado la casa de la marquesa recién inventada, el color de las cortinas, el brillo de las baldosas, el severo uniforme de las criadas, la delicadísima cristalería de Bohemia...

Un año no vino Marcial, y al siguiente tampoco, ni al siguiente…los que hablaban de él empezaron a hacerlo en voz baja y a llamarlo “el probe” Marcial en lugar de Marcial, “el probe” y los desayunos de los sietes de enero se hicieron definitivamente tristes sin la promesa de su vuelta, pero con el incurable optimismo que sí  heredé de mi abuelo, sigo esperando que algún milagro me permita invitarlo algún día a comer arroz de Perdiz.

martes, 28 de septiembre de 2010

Como un hombre





Estaba continuamente preocupada. Se le notaba a la legua que era madre primeriza por la angustia que ponía en cada gesto:

-¡Ay, por Dios, que el niño llora!; ¡Ay, por Dios, que no se duerme!; ¡Ay, por Dios, que no me mira!"

O sea, todo el día en una continua cantinela de "ay, por Dios".

Cuando vio que el niño no engordaba, la cantinela se volvió un sin vivir.

Bajó a la capital y cuando el médico le preguntó qué tal mamaba y si cogía bien el pecho, contestó sin pensarlo ni un momento:

- Si, señor, si; como un hombre.

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lunes, 27 de septiembre de 2010

El desfiladero de las xanas



Una vez oí una leyenda de labios de un viejo. Tenía la boina calada, la sonrisa franca. De cuando en cuando tosía pues según él, era el legado que el grisú y el polvo de los silicatos le había dejado en los pulmones. Este hombre, había trabajado mucho, para sacar adelante a sus cinco hijos, recogiendo piñas, lavando el carbón y posteriormente descendiendo a las mismas entrañas de la tierra para ejercer su trabajo de buen barrenero.

Al buen hombre de mi historia, se le empañaban los ojos cuando me hablaba de las revueltas mineras. Había vivido activamente la revolución del 34, y era uno de esos tantos hombres que hicieron la historia de Asturias, sin doblegarse ante el miedo. Y sin embargo se le nublaban los ojillos y le temblaba la voz, y había un cierto pánico, tal vez respeto en él, cuando saqué a colación el tema del Desfiladero.

-Nací en un pueblo llamado Proaza.-Me dijo.-Muy cercano al mismo Desfiladero de las Xanas.

Yo, venía de Madrid, y nunca había oído ese nombre y por eso pensé que tal vez podría decirme su significado, pues su temor, comenzaba a despertar en mí una repentina curiosidad.

-Las Xanas no son de este mundo. Existen desde los confines de los tiempos. Su hermosura eclipsa a la luna y son seres tan hermosos que quienes los ven se ven obligados a seguir sus pasos.

Y el viejo minero, me habló de aquellas criaturas, cuyos

cabellos eran hebras de finísimo oro, que gustaban de bañarse desnudas en arroyos y manantiales, que bajaban furtivas a la noche para robar los hijos de los campesinos.

-¡Nunca escuchen, ni miren a los ojos de una Xana!-Nos advirtió.-Pues no podrán contárselo a sus nietos. Sólo si son capaces de leer en el corazón de ellas les perdonarán la vida. Pues no hay peor agonía que la que ellas sufren. Amar por los siglos de los siglos y recibir temor eternamente.

Mientras el viejo minero me contaba esta historia, intenté meterme en su pellejo. Yo por aquel entonces, era un joven reportero al que habían encomendado un artículo sobre las rutas de Asturias. Nunca creí en cuentos de hadas, ni en leyendas, y sin embargo he de confesar que aquella historia me conmocionó tanto, que enseguida quise saber más detalles.

Y de repente, quizás embebido por la imaginación, me vi a mismo vestido como los mineros de antaño, regresando a casa después del duro trabajo.
Allí no había luz, tan solo unos quinqués, ya sabe usted, esas viejas lámparas de petróleo, porque mi abuela, se negaba a tener luz eléctrica, argumentando que todas esas cosas eran inventos del diablo.

Aquella era noche de San Juan, una noche mágica. Por doquier, había hogueras, para celebrar con júbilo el solsticio de verano. Como era costumbre, las mozas casaderas, prendían en sus balcones el ramo de laurel, como señuelo para sus enamorados. Mientras, los mozos, saltaban los últimos escollos emitiendo gritos salvajes y heroicos.

Mi madre, estaba muy nerviosa y parecía que había llorado. Me pregunté qué sucedía:

-¡Es Telva!- Sollozó abrazándose a mi cuello.- Xuanón, el lechero, dice haberla visto en el desfiladero, bañándose en el arroyo. Pero ella aún no ha venido y ya es muy tarde. ¡Por dios bendito! ¡Tienes que ir a buscarla!

Sin perder tiempo, salí de casa con uno de los quinqués y comencé a subir la cuesta. La sombra del molino se izaba como un oscuro fantasma, aunque no podía ver el agua, sentía su sonido, la noche olía a flores y yo...no dejaba de sentir escalofríos.

Pensaba en la niña, tan perdida y tan sola. Visualizaba todos los peligros que podrían acecharla. ¿Y si la atacaba un oso? ¿Y si resbalaba y caía a un precipicio?

Avancé con mi ridículo candil, cerciorándome de que el suelo que pisaba era seguro, no fuera que mis húmedas botas resbalaran con algún canto del camino.

A mi paso el lobo aullaba, la coruxa cantaba y reían los manantiales. Y hasta su cristalino sonido se me antojaba una plegaria:

-¡Vuelve a casa Xuacu! ¡Non te adentres!

Llamé a Telva desesperadamente, pero no obtuve más respuesta que el propio eco que me devolvía las sombras.

Entonces las vi a las dos en un claro del bosque.

La pálida luz las iluminaba. Mi hija, estaba sentada con la Xana, mientras ella jugueteaba con sus cabellos, susurrando cosas en su oído, ningún atisbo de miedo, sólo risas.

Un crujido de ramas, hizo que ellas se volvieran a mirarme con curiosidad.

-¡Has venido!-Dijo la Xana.- ¡Báñate conmigo, esta agua dará a tu cuerpo frescura!

Intenté evadir aquellos ojos verdes por los que hubiera dado la vida.

-¡Suéltala!-Grité!-¡Llévame a mí pero a ella no la toques!

La risa de la Xana se elevó por las montañas.

-Me gusta el cambio.-Sonrió haciéndome sentir infinitamente pequeño.-Eres joven y hermoso como el resto de los muchachos. Yo no quería que cayesen al río. ¡Nunca lo quiero! Pero ellos vienen a mí y cuando yo les abrazo, noto su miedo, y entonces ellos resbalan y ya sabes lo que pasa.

-Pero: ¿Estás llorando?

Me acerqué a ella y me senté a su lado, tomé en mis manos, las suyas tan blancas y etéreas, le acaricié el cabello con ternura y deposité finalmente en sus labios el beso de la muerte.

-Ya no tendrás que llevarte a más chicos.-Susurré en su oído.-Deja libre a Telva y yo me quedaré contigo para siempre y te querré como ningún mortal pudo nunca hacerlo.

Ella entonces lloró también, nunca había visto llorar a una Xana pues se decía de ellas que tenían el corazón seco e insensible.

-¡Vete!- Gritó de pronto:-¡Déjame sola! ¡Y no vuelvas nunca!- Y añadió.- ¡Si te quedases aquí tendría que volver a hacerlo y no quiero! ¡Coge a la niña y ve antes que cambie de idea!

Eché a correr, me sentía tan mareado que tuve nauseas y por un momento pensé que moriría.

Pero a la mañana siguiente, me desperté como de un mal sueño y un pastor nos encontró y nos llevó a casa.

-Mi hija Telva, ya tiene nietos, y yo señor, estoy esperando que llegue mi hora. Cuando eso suceda, cerraré los ojos y soñaré que estoy allá arriba con ella, en las montañas. Sé que soy muy viejo ya y que ella sin embargo será eternamente joven, pero tengo la esperanza de que me recuerde y continúe esperándome para acabar lo que entonces no hizo.

El viejo minero, me devolvió a la realidad con el humo de su pipa y sus toses. Apunté todas y cada una de sus palabras en mi cuaderno pues me parecía que la historia era digna de ser contada.

No sé si existen las Xanas ni si es verdad todo lo que me dijo. Pero he de decirles, que muchos años después volví a ese famoso desfiladero del que me hablaba pues soy amante del senderismo. Con frecuencia me crucé con muchos montañeros que me hicieron valorar la ayuda en los peores momentos.

En una de esas ocasiones en que me perdí del grupo, creí ver a una joven bañándose en una cascada que me saludó con una preciosa sonrisa y que en cuestión de segundos se volatilizó.

sábado, 25 de septiembre de 2010

ENCUENTRO.

Encuentro.

Se cruzaron sus ojos y los míos.

El corazón se me encogió de la impresión.

Una mirada triste, una mirada muerta y, el recuerdo.

En un momento, me devolvió la belleza de su aspecto, limpio, saludable, joven, radiante, oliendo a naranjos y a hierba recién cortada, sus colores favoritos tierras, verdes y morados, todo aéreo flotante transformando el espacio que ocupábamos y…

Su delgadez, el color azul de su piel transparente pegada a los huesos, la bóveda de sus ojos sin color, ocupando gran parte de la cara, el pelo recogido, los hombros caídos sin energía, el gris, la falta de aire, el lento vocalizar, su agonía, el destrozo de su alo mágico roto en mil pedazos oscuros.

Toda ella, a primera vista, salida de una película de enfermos psiquiátricos deambulando por los pasillos de un hospital siniestro.

Su frio contagioso traspasó mi ropa cuando con los brazos grandes de mi cuerpo agigantado por el contraste la abracé y entre susurros me dijo hacia dentro:”tengo un hijo y me lo han quitado”.

Charo Acera.

JOVEN EN LA VENTANA





Hasta esa tarde su relación se enmarcaba en una ventana y un teléfono.
Ella era – ¿cómo descirbirla? - alguien soñado, imaginado, entrevisto a lo lejos moviéndose en un escenario de brumas o lloviznas. Pero esa tarde estarían frente a frente.Por primera vez .
Por el portero eléctrico la voz de ella se percibió ansiosa, anhelante.
-Quien es? - preguntaba.
-Soy Mario.¿ Llego demasiado pronto?
-Nunca es demasiado pronto.Sube!- clamó la vocecita.
Su propia ansiedad le impelía a subir de dos en dos los escalones y al fin, feliz y jadeante estuvo exactamente frente a ella, que le esperaba en el marco de la puerta. Apoyada en su baston blanco.
De un modo torpe, dominado por sus emociones,le entregó el ramo de rosas.
Ella en cambio se veía tan serena, tan gloriosa, contenida en una suave sonrisa, que las flores parecian haber estado siempre junto a sí.
-Son flores, verdad? ¿ Qué flores son ?! Dilo!!- exigió ella con un hilito de voz.
-Rosas. Tan solo rosas!
-He oído hablar de rosas ,de su belleza y sus perfumes...- dijo y de inmediato tomó la primera rosa que alcanzó su mano y pétalo tras pétalo, los llevó a los labios y los degustó con el esmero propio de los sibaritas.
-Las rosas no se comen! - exclamó Mario dolido.
-...Las rosas no se comen ... - suspiró ella, y las siguió comiendo.

Beatriz Basenji.

La fotografía


El abuelo dijo como debían ubicarse. Él se quedó sentado, serio, a un costado, en su actitud habitual, dando discretas órdenes que casi todos acataban siempre. Las damas de la familia, emocionadas, no podían dejar de hablar y alisar sus peinados y vestidos. Pelusa, el perro marrón que está junto al tío Luis, fue el único que no parecía de acuerdo con las indicaciones del abuelo y hubo que postergar varias veces el momento en que quedarían inmortalizados en la fotografía, porque no se quedaba quieto. Y no era posible dejarlo ir a correr por el patio, porque el abuelo aceptó tomarse la foto solo si todos estaban en ella y ese todos, incluía a sus perros. Linda, en cambio, la perra chiquita sentada frente a Carlitos, miraba tranquila al fotógrafo y solo ladró dos veces. La fotografía se consideró un éxito y Carlitos decidió en ese preciso instante en que la luz del flash, como un relámpago inesperado, los iluminó a todos, que cuando fuera grande, sería fotógrafo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Sara





Oye!.-gritó.-¿a dónde te diriges, chico?.¡Si quieres te llevo!
El muchacho hizo un gesto afirmativo con la cabeza y subió al camión,cargando con dificultad la pesada mochila.
El conductor sonrió, tenía una sonrisa afable y parecía gustarle charlar, durante aquellos largos trayectos se echaba de menos la compañía.
-Mira, yo voy a la capital. Pero si no te coge de paso, te dejo donde tú me digas.
-¡Perfecto!.- Respondió él.- La capital me viene bien.
Hacía un día soleado. El conductor bajó el parasol y cogió de la guantera una cajetilla de ducados.
...-¿Quieres?.
...- No gracias.- respondió.- No fumo.
El joven echó un vistazo al salpicadero. Había varios muñecos de peluche,una virgen plateada, algunas fotografías de familia. Fue una de ellas la que atrajo su atención. Era una mujer morena, menuda, de profundos ojos azules, que en cualquier posición que él adoptase parecía perseguirle con la mirada.
...- Perdone.- carraspeó.- ¿Su hija?
La sonrisa del conductor pareció que se helase en sus labios o sería más exacto decir que desapareció o que tan solo era un rictus que el chico había confundido con una sonrisa.
Durante unos instantes no le respondió, se limitó a mirar la carretera.
Circulaban por una travesía flanqueada por altos árboles que extendían sus ramasbuscando la caricia del sol.
...- Es mi esposa.- dijo de pronto.
...- Su mujer?.- El chico volvió a mirar la fotografía.- Le felicito su mujer es muy joven y muy bonita.
.- Murió hace veinte años. Un choque frontal ¿Sabes?. Le gustaba conducir, utilizaba más el coche que sus piernas. ¿Te has fijado en el nombre de mi camión?. Se llama Sara, como ella.
...- Lo siento.- se disculpó el chico
Miró nuevamente la fotografía, parecía surgida de una postal, con su pelo lacio y oscuro, cubierto por motitas de nieve.
Ahora miró su reloj. Las manecillas no parecían haberse movido. Marcaban exactamente la misma hora en que se había puesto a hacer auto stop.
La travesía parecía no acabarse nunca. La extraña sonrisa del hombre parecía helar el ambiente a su alrededor.
...-¿nervioso?
..- Sí, un poco.- replicó el joven.- Mis padres están esperándome. ¿Cuánto falta para que lleguemos?
Un extraño fulgor iluminó los ojos del hombre y el chico sintió algo parecido al miedo. Tenía la sensación de formar parte de la imagen congelada de un video. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
No se veía nada en la carretera, excepto el camión.
El conductor continuó hablando:
Se llamaba Sara y teníamos dos hermosas hijas. Aquella tarde salió como de costumbre quería llevarse a las niñas a conocer el nuevo parque. Al salir me dió un beso como hacía siempre, el último. Un conductor suicida las embistió, del coche no quedó más que un amasijo de chatarra y hierros retorcidos.¡ No mires tanto el reloj¡
Algo dentro de él quiso replicar. Tal vez murmuró que quería bajarse pero sus labios no articularon ni una sola sílaba. El conductor prosiguió:
...-¿Te imaginas lo que sería no poder bajarte de un vehículo en marcha jamás?. No intentes huir, estas puertas no se abren. Ese canalla tenía tu mismo rostro, tenía buenos abogados, mucho dinero. ¿No te ha contado la historia tu padre?. Yo lo perdí todo. ¿Comprendes chico?
El corazón del joven se agitó. Kilómetros y kilómetros de carretera, los mismos árboles, la misma quietud, el mismo vacio, la misma hora del reloj.
De pronto supo que no le mentía, que nunca se bajaría de aquel camión, que formaba parte de una imagen estática rodando hacia ninguna parte

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El cazador y los lobos.

Rinalto, fuerte y distinguido, cazador que estaba harto de matar animales con su escopeta. Ya no disfrutaba viendo temblar a los conejos y a los corzos.

Decidió dejar de cazar, pero como llevaba una vida entera ocupado en perseguir fieras y bichos, se sentía sólo, remordido y aburrido. La tristeza le amarró por los pies y le hizo sentirse inútil ¿Qué podía hacer un cazador que no quería matar más?

Una mariposa blanca se coló por la ventana abierta de su casa de campo. Voló a su alrededor y se posó en su hombro izquierdo. Luego se le subió a la frente y al final se escapó por donde había entrado.

Rinalto, corrió persiguiendo a la mariposa y al salir al exterior descubrió el campo esplendoroso. Cientos de mariposas de todos los colores danzaban y jugaban unas alrededor de las otras. Juntas peinaban las hierbas doradas por el sol. Se mecían entre cientos de flores de jardín.

Desde ese día Rinalto decidió ser cazador de instantes bellos, no renunciaría a su oficio. Lo renovaría. Ya no necesitaba escopeta, le bastaba con tener los ojos abiertos. No precisaba de canana, le bastaba guiarse por su instinto. Necesitaría, eso sí, lo conservaba de su experiencia anterior, sigilo, paciencia, valentía e intuición.

¿Querréis saber algunos de los instantes que cazó?

Una hora tardo en ver a un grillo salir de su cueva y cantar, una mañana ver a la araña construir su tela, una semana ver una batalla del milano con las urracas que defendían su nido, seis meses subir a las montañas de su región para encontrar la que mejor devolviera el eco y 3 años en ver como la madre osa le daba mimos a su osezno bajo un roble centenario.

Todos los momentos que Rinalto cazó, los consiguió sin ser visto. Pero el instante más bello, el que justifica el cuento… Sucedió cuando ya era viejo. Estaba empeñado en observar a una manada de lobos aullando a la luna. Se despistó y se acercó tanto a ellos, que al verle los lobos se acercaron y le hicieron reverencia.

Nadie ha vuelto a ver a Rinalto, tal vez sea el jefe de la manada. Algunos dicen que mientras los lobos aúllan a la luna llena, en el monte se escucha el eco de una armónica.

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El último reducto



Desde niña escuché esa leyenda que hablaba sobre una extraña raza de hombres que al llegar la noche, se convertían en lobos. La leyenda procedía de nuestros antepasados y era anterior a la Quinta Guerra Mundial que dejó asolado nuestro mundo y lo convirtió en un páramo seco.

Nunca creí en tal leyenda aunque confieso haberme divertido leyendo comics y viendo las pocas películas que pudieron rescatarse anteriores al conflicto. Un día, tuve que viajar a Reserva Norte y encargarme de un caso. Habían hallado hacía dos días un cadáver en la rivera de un río.

El cadáver- un importante mandatario relacionado con la recuperación de nuestro planeta- aparecía con múltiples mordiscos diseminados por todo el cuerpo pero, era en su rostro completamente desfigurado donde su asesino o asesinos se habían ensañado de una forma brutal.

Lo comprobé una vez llegué al lugar. El río, uno de los pocos, cuyo cauce ha sobrevivido a la hecatombe nuclear, se recupera poco a poco aunque aún quedan en él restos radiactivos.

Si el cadáver hubiese alcanzado el agua- entendería su desfiguración- pero estaba en la orilla por lo tanto el agua ni siquiera lo había rozado. Un examen exhaustivo del cadáver y el escenario del crimen, me llevó a la conclusión de que, aquellas mordeduras no eran humanas sino que parecían haber sido hechas por dentaduras dotadas de afilados incisivos iguales a las de un animal salvaje, posiblemente un perro o un lobo incluso, una jauría teniendo en cuenta la profusión de las mordeduras.

El hombre yacía boca arriba con el pantalón rasgado en algunas zonas a la altura de las rodillas. Deduje que las bestias le habían abatido con sus patas haciendo que cayese de espaldas y que las múltiples rasgaduras en la tela de su pantalón se debían a que en algún momento en su precipitada huida, el hombre se había enganchado con algunas zarzas.

Sin duda debía estar terriblemente asustado. Debo decir que fue lo que me pareció más lógico después de haberlo inspeccionado todo al detalle pero, había algo que no cuadraba en toda esta historia. Después de la guerra, sólo se habían podido salvar unos ejemplares de todas las especies en lo que vino a llamarse el Proyecto Arca.

Estos ejemplares, estaban a kilómetros de distancia de mí y eran objeto de una extraordinaria protección por parte de las mayores autoridades de la Tierra por lo que sólo cabían dos posibilidades: O bien, un grupo de personas habían atacado a ese pobre desgraciado utilizando unas dentaduras postizas o de lo contrario, se trataba de un grupo de animales no catalogados lo que representaba a pesar del triste hallazgo un enorme y feliz descubrimiento para nuestro planeta y para el Proyecto Arca que debería hacerse cargo de ellos.

Mientras levantaban el cadáver para conducirlo al depósito, una vez realizada la inspección ocular del terreno y la recogida de pruebas, me acerqué al Jefe de la Reserva Norte, un tipo alto, aguerrido, cubierto por una cazadora de cuero negro que aguardaba cruzado de brazos, sin duda porque estaba aterido de frío como yo, mientras contemplaba la escena con semblante asustado.

-¿Usted se llama?..- Pregunté dubitativa acercándome a donde estaba.

-Vasile- Respondió él sin descruzar los brazos- Me llamo Vasile y soy el Jefe de la Reserva Norte. Miré el vaho que se escapaba de su boca al hablar y sonreí ligeramente.

-Sí, lo sé. Sé que es el jefe de esta Reserva. Me gustaría preguntarle si el fallecido tenía enemigos en el pueblo, si conoce de alguien que tuviese tanta aversión hacia él como para haberle hecho lo que le hizo- Señalé el cuerpo tapado con la sábana que estaban introduciendo en la ambulancia con destino al dépósito para realizarle la autopsia.

Vasile miró al muerto con tristeza y negó con la cabeza. -No. Él era un buen tipo. Se dedicaba a la política y luchaba por la recuperación del planeta. ¿Ve nuestro río?- Lo señaló- Él fue una de las personas más influyentes que luchó para intentar que no se perdiera. Actualmente la radiactividad remite. Calculamos que gracias a él, en el plazo de dos o tres años volverá a haber pesca por aquí. Imagínese como estamos todos, completamente consternados por lo que ha pasado.

Me hice cargo de la situación de Vasile y miré el enorme bosque que se extendía cerca del río. Me maravillé al ver la bóveda verde que conformaban las copas de los árboles a través de los cuales se filtraba la mortecina luz del amanecer. Quedaban pocos, muy pocos en la Tierra, sin embargo allí, ocupaban una enorme extensión. Vasile pareció leer mis pensamientos.

-Sí, también esto es parte de su obra. Como puede imaginarse tras la guerra todo quedó destruido pero, Mircea, y aclaró- Así es como se llamaba el finado- hizo que replantásemos especies autóctonas exactamente iguales a las que había aquí basándonos en las fotografías y los archivos de la época.
El bosque no es exactamente lo que era pero en la reserva estamos orgullosos porque creemos que se le parece mucho. Dígame: ¿Va a quedarse mucho tiempo entre nosotros?

La pregunta cayó a bocajarro sobre mí. Tardé unos segundos en contestar. -Bueno- Dije finalmente- En principio tengo pensado quedarme dos días, el tiempo suficiente para redactar un informe y enviarlo a mis superiores. Estoy alojada desde ayer por la noche en el hotel del pueblo junto a mis compañeros.

-¡Nada de eso!- Replicó Vasile tomándome del brazo y obligándome suavemente a seguirle- Mire… ¿Cómo se llama Inspectora..? - Inspectora Priego- Respondí secamente- Aunque para mis amigos soy simplemente Almudena. Claro que usted todavía no es mi amigo.

-¡Bien!- Continuó él echándose a reír- Aún nos quedan dos días para afianzar nuestros lazos. Es necesario que venga conmigo para que pueda realizar bien su informe. Soy dueño de una posada aquí en Reserva Norte. Mircea era mi huésped aunque no era un huésped asiduo, sólo venía cuando traía aquí sus conquistas. Supongo que le gustará ver su habitación tal y como él la dejó y mirar sus cosas en busca de alguna pista.

-¿Y la policía tiene conocimiento de que Mircea, utilizaba las habitaciones de su posada?- Inquirí resguardándome del frío bajo mi capucha de lana. Vasile dejó de caminar.

Se plantó ante mí con la cara arrebolada por el frío, dirigiéndome una mirada penetrante de un azul desvaído.

-Usted es la policía, la máxima autoridad aquí en este momento y acaba de llegar. -

Está bien- Admití- Condúzcame entonces a su posada.

La posada pendía vertiginosamente de un risco. Subimos hasta ella en la moto de Vasile. Desde ella, parecía verse Reserva Norte en toda su inmensidad, cubierta por las primeras nieves. A lo lejos, las gentes del pueblo nos miraban con desconfianza, como con odio. Aunque tal vez fuese solo a mí. Al fin y al cabo yo era la intrusa que venía a alterar sus pacíficas vidas.

El hallazgo del cadáver había llenado Reserva Norte de policías y era evidente que nuestra presencia no gustaba. Anteriormente al reconocimiento del cadáver, habíamos tenido una serie de encuentros desagradables con la gente del pueblo aquella misma mañana.

Nos seguían a todas partes con esas miradas de desprecio y varios de mis compañeros decían temerlos y sentirse acosados. Llegamos a la posada. Era un edificio de cemento rojizo. Vasile me confesó que le encantaría que ésta hubiese sido construida con árboles, pero los árboles, eran especies muy protegidas y demasiado caras. En lugar de eso, era un edificio de cemento sobre el que pendía un cartel de madera sobre el que había escritas unas únicas letras que decían: POSADA, en un rojo muy fuerte.

Dejó su moto aparcada en el exterior y me invitó a seguirle al interior. Dentro, se respiraba un ambiente agradable, cálido, que se agradecía después de abandonar las altísimas temperaturas del exterior. Le pregunté que cómo se llevaba la vida en Reserva Norte a lo que él respondió con su impertérrita sonrisa que las cosas no iban mal del todo pues los obreros, estaban continuamente haciendo deporte y cuidaban en exceso su alimentación con lo cual gracias a estas medidas y el seguimiento médico oportuno, los casos de cáncer y leucemia eran más escasos que en otras partes del mundo.

Al entrar en el salón, nos recibió el calor de una chimenea. La sala estaba casi a oscuras iluminada por el resplandor anaranjado de las llamas. Tenía unos sillones confortables tapizados en terciopelo de vivísimos colores con estampados geométricos y una mesa sobre una alfombra color crema de rizo grueso.

Me imaginé esa estancia a plena luz del día y pensé que quizás no sería tan encantadora. -Bien- Suspiró y me invitó a tomar asiento- ¿Quiere algo de cenar? ¡Le diré a Martha, nuestra cocinera, que le traiga algo, lo que sea, lo que usted quiera! ¡Sólo tiene que pedírmelo!

Le hice un gesto con la mano indicándole que no quería comer. -No gracias, Vasile- Me temo que después de ver ese cadáver se me han quitado las ganas. De repente me asaltó una enorme curiosidad.

-Dígame Vasile. ¿Por qué las gentes de Reserva Norte nos tienen tanta aversión?

Vasile abrió un armario y sacó dos copas de cristal rojas sobre las que vertió un vino espumoso. Me tendió la copa y se sentó en el sillón de enfrente. -¡No les haga caso! Tienen miedo del Loup Garou por eso reaccionan así. Temen que todo este caso modifique sus formas de vida. ¡Ya sabe! Desde el hallazgo de Mircea todo esto está infectado de policías.

-Dígame- Quise saber- Usted lo conocía. Usted conocía a Mircea. ¡Cuénteme como era él!

-Bueno,- empezó Vasile- En realidad, tengo que contarle un secreto. -¿Un secreto?

-Sí- Dio un sorbo a su vino bebiéndolo de un trago- Sí, efectivamente un secreto y una confesión. La verdad es que le mentí. Es cierto que Mircea venía a esta posada pero no encontrará nada en su habitación. Está completamente limpia. Sus compañeros han estado esta mañana y se han llevado todas las pruebas.

-No sabía nada- Respondí.

-No tenía porque saberlo- Aseveró él rompiendo a reír- Usted debía reunirse con sus compañeros en un hotel de este pueblo y sin embargo yo, prácticamente la secuestré. En aquellos momentos, no sabía si montar en cólera contra él o agradecerle que me hubiese salvado de aquellas gentes del pueblo tan intimidatorias.

-¡Bien!- Repliqué- Supongo que usted me ha traído entonces aquí para contarme una historia. Espero que ésta valga la pena.

-Efectivamente- Respondió Vasile sacando algo del bolso de su pantalón- Quiero que mire atentamente esta foto.

Contemplé la foto a la luz de la chimenea y las múltiples velas encendidas de la estancia y me estremecí. Era una foto inquietante, mostraba a unos grupos de hombres y mujeres en pie, muy juntos, mojados por la lluvia. Parecía que esta no les importase.

-No entiendo nada- Le devolví la foto.

- Esas gentes retratadas son loup garou- Dijo a modo de respuesta.

Loup Garou. Pensé.

Esa palabra quería decir hombres lobos. Cada vez más intrigada, escuché la historia de Vasile.

Me contó que Mircea era un hombre bueno, querido por todos, que sin embargo había cometido una imprudencia. Él aseguraba que en Reserva Norte sucedían acontecimientos extraordinarios y concretamente en una de las habitaciones de aquella posada propiedad de Vasile y su familia. -Mircea – continuó diciendo- me dijo un día que lo había descubierto todo y que incluso les había fotografiado. Al principio no le di importancia y pensé que me estaba gastando una broma pero según pasó el tiempo la broma comenzó a tomar más y más sentido. Una noche vino muy alterado a buscarme aquí. Empezó a contarme no sé qué historia de hombres que al llegar el día se convertían en lobos. Decía de ellos que eran gente desaparecida del pueblo que por una extraña razón habían dormido en una habitación de este inmueble. La habitación 32. ¿Quiere verla?

-Naturalmente que sí.

-Sígame- Dijo Vasile tomando una palmatoria con una vela encendida guiándome hasta las escaleras. Comenzamos a subirlas lentamente.

-¿Y realmente, esa gente había dormido en la habitación que usted dice? Vasile asintió.

-Comprobé los nombres de esas personas, coincidían con personas de este pueblo que en algún momento de su vida habían dormido en la habitación 32. Hace años que está cerrada al público más por el miedo a los huéspedes hacia todas estas supercherías que a cualquier otra cosa. En ella, se ha detectado una ligera radiación.

-¿Y en que se basaba Mircea para creer que esas personas eran Loup Garou? Vasile alcanzó el último peldaño y me guió por un pasillo oscuro flanqueado por múltiples puertas.

-Él creía- dijo tragando saliva que esas personas se convertían en lobos por el día, adquiriendo el aspecto de hombres al anochecer. Creía que durante el día se refugiaban en una cueva para no ser vistos. Yo sospecho- Dijo a modo de confidencia- que Mircea descubrió ese lugar, esa cueva y por ese motivo, los lobos decidieron matarlo. Lo más extraño de todo, es que el propio Mircea llegó a dormir en esta habitación. ¡Bueno, Almudena! Aquí está la habitación 32.

Abrió la puerta lentamente para que yo pudiese verla. Debo decir que no vi nada especial en aquella habitación desnuda de toda decoración que me pareciese digna de interés. -¡Acompáñeme!- Susurró Vasile dispuesto a cerrar la puerta- Esta es la habitación maldita así que no dejaré que usted duerma en ella.

-¡No! ¡No!- sonreí ejerciendo una ligera presión con mis uñas en su brazo- Quiero quedarme aquí si no tiene inconveniente.

-¿En serio?- Respondió Vasile- ¿En serio que no teme a la leyenda que contó Mircea? -

No, claro que no- Repuse- Todo eso son tonterías. Es evidente que a su amigo no lo mató ningún hombre lobo sino algo mucho más real. ¡Buenas noches Vasile!

-¡Buenas noches, querida dama!

Aquella noche dormí en la habitación 32. Dudé un poco en apagar la vela, pero finalmente lo hice de un soplido. Hacía frío y me guarecí bajo las mantas tiritando. A media noche, empecé a tener sueños extraños en los que me veía corriendo a través de los parajes helados de Reserva Norte.

Era una sensación extraña, como si estuviese desnuda aunque no tenía frío, me sentía libre, mis ojos podían ver cosas que nunca hubiese imaginado desde las más diminutas, casi microscópicas, hasta las más lejanas. En medio de esa sensación, me veía rodeada de otros seres y sentía su calor, pero dichos seres no estaban dotados de piel sino de un pelaje extremadamente suave.

Pensé que los acontecimientos del día me habían impactado tanto que eso, provocaba aquellas extrañas pesadillas… Así que me volví a dormir esta vez más tranquila. La mañana llegó, la pálida luz se filtró a través de la ventana. Salí corriendo de la habitación. Llegaba tarde y aún debía emitir mi informe sobre Reserva Norte a mis superiores.

Apenas salía por la puerta me di cuenta que ni siquiera me había dado tiempo a vestirme, que había salido como una ráfaga sin más de mi cama, sin preocuparme de otra cosa que de echar a correr.

A la salida Vasile me esperaba. -¡No te preocupes!- Me acarició la cabeza- ¡Mircea nos descubrió! pero no aceptó a la manada por eso le matamos. Pensaba delatarnos para que fuesemos catalogados como simples animales y pasasemos a formar parte del Proyecto Arca donde no tardarían en descubrir que no somos lobos normales. Creemos que tú te acostumbrarás pronto a nosotros, es una sensación que tuvimos nada más que nos vimos.

Y ahora tu eres un loup garou como yo

lunes, 20 de septiembre de 2010

Los novios

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Con permiso de Favelis



Se habían conocido en una de esas excursiones del Club de los 60 y habían decidido, a pesar de sus hijos y sus nietos, espantar en común la soledad y compartir las pensiones, las pastillas del reuma, los recuerdos y el otro lado de la cama. Y así, en la dulce rutina cotidiana, fueron pasando los días y las cosas.

Una mañana, al despertar, quizás espoleada por algún sueño pasajero o por el deseo de terminar con aquel concubinato, ella, que había sido siempre tan mirada, tan cuitada y tan decente, le dijo al compañero:
-Ramón ¿Y si nos casamos?
-¡Qué cosas se te ocurren! ¿Quién nos va a querer a nuestros años?


.

Para todos los gustos.


La bañera era tan grande que parecía un spa. Una mujer de bandera dejando caer la toalla. Los ojos de Ramón asombrados. Desnuda se introduce placidamente en las aguas que apenas ondulan al recibir sus curvas. Suelta la rubia melena y sonríe juguetonamente. Ramonín aún no se explicaba su triunfo.
Súbitamente una burbuja grande sube a la superficie. Sus miradas se cruzan. Él sabe que debe dar una explicación. Ella le mira raro. Rojo de vergüenza... busca las palabras exactas. Seguramente en menos de dos segundos ella se irá indignada. "La fabada mata el romanticismo." No. Esa frase sobra.
Justo cuando creía que iba a marcharse con cara de asco. Despechado, Ramón hace lo nadie esperaría. Deja salir otra burbuja. Levanta el dedo indice y dice: "Para ti". Paulina se acerca. Besa los labios del mozo con frenesí... Ramón entiende ahora que le eligiera. A Paula le gustan los hombres un poco guarretes.

www.manutecuenta.com

domingo, 19 de septiembre de 2010

De cristal


El salón es el centro neurálgico de mi casa. Todo confluye en él. La cocina es de esas llamadas americanas. Por la noche el sillón se transforma en cama. Y sólo hay una puerta en el pequeño aseo. No tengo demasiadas cosas, mas las que hay son mis amigas. Han aprendido a serlo y las quiero a todas. Pero al salón lo amo.

Mi salón tiene una tele pequeña que nunca enciendo. Me gusta negra y silenciosa, para que mi salón pueda escucharme. Porque yo le hablo. Y siempre sé lo que me contesta: nada. Sólo me escucha. Y yo se lo cuento todo. Él no me contesta, pero sabe que cuando me he tumbado en el sillón a media mañana voy a llorar. Y cuando acabo y ya no hay lágrimas, vuelvo a verlo todo con la luz que se pone naranja al pasar a través de mis cortinas naranjas, y es cálido. Como un abrazo.

La botella de agua está sobre la mesa, justo donde la dejé. Y veo que en el fregadero está el cacito de leche del desayuno, que está esperando a que yo lo friegue. Y… mierda, no veo el aseo. Así que me levanto y abro la puerta, aunque sé que el bote de jabón es rosa, y que la alfombrilla de los pies está doblada en el radiador toallero. Sin embargo el vaso no debería estar sobre el lavabo, así que me acerco a cogerlo. ¿En qué estaría pensando cuando lo llevé allí? El vaso tiene que estar en la cocina, no debe salir de la cocina. Yo cuido de mis cosas, y mis cosas cuidan de mí. Recojo el vaso y me lo llevo a su sitio. Pero lo noto. Mi vaso tiene miedo. Yo le digo que confíe en mí, que no voy a dejar que se rompa. Porque él teme que si se rompe, terminará en la basura, y después en un contenedor, y después dios sabe dónde. Es horrible no saber dónde. Es la nada, es el vacío inmenso. Y el pobre es tan pequeño. Y le produce tanta angustia pensar en lo frágil que es, en no saber dónde puede terminar, siendo ese dónde un lugar tan desconocido y lejano, que sufre mucho. Está sufriendo y yo sé que lo hace, así que acelero el paso. Pero sigue sufriendo. Tanto, que me contagia. Puta empatía. No te angusties, por dios, otra vez no, aquí no! Pero empiezo a sudar. Empiezo a ahogarme. No puedo dar un paso. Sólo se tardan escasos cinco segundos en llegar a la cocina, ahora no, ahora no puedes ponerte así. Cálmate, cálmate porque si no, sabes que te va a suceder otra vez. Como con el otro. ¿Por qué no lo compré de plástico? Como la ensaladera, como el plato, como la jodida taza del desayuno! Porque si se rompe de aquí a la cocina, si se rompe… vas a tener que salir.

Tres manzanas. Tres manzanas hasta la tienda. Con toda esa gente alrededor, el semáforo pitando, la avenida que se convierte en un puto océano y no veo la otra orilla, y me ahogo, y dejo de respirar, y me caigo. Me caigo mucho antes de poder entrar en la tienda y decir delante de toda esa gente que quiero un vaso de plástico. Y mi madre que piensa que estoy loca va a verme al hospital, porque al fin y al cabo soy su hija. Ya es la única que viene. Y me trae un regalo. Un jodido vaso de cristal, maldita sea, ¡de cristal!

Me estoy cayendo, lo noto, voy a perder el sentido, en mi propio castillo. Me va a recoger mi querido salón, te amo y me verás llorar, y no me podrás dar un abrazo naranja porque será de noche. Así que lloraré a oscuras entre todos esos trozos de cristal. Estrecho el vaso contra mi vientre y lo protejo con mis manos mientras me desplomo. Y sin poder pronunciarlo en voz alta le digo, no tengas miedo, estás seguro, lo arreglaré. Jamás saldrás de aquí, jamás saldrás de aquí.



Otros sitios de la autora Reflexiones . Colabora también en el proyecto La taberna del escocés


viernes, 17 de septiembre de 2010

Estrella



Miró sus ojos, estaban muertos, apagados, sin vida. Ella recordó su mirada en aquella tarde tempestuosa, cuando ensimismado, veía los grises y acerados tejados y escuchaba el cadencioso sonido de la lluvia sin decir nada, en silencio, como si la tristeza exterior le empapase.

Visualizó aquellos ojos cuando aún estaban llenos de vida y su silencio que parecía decir muchas cosas, como “tengo miedo”, “no sé hasta que punto estoy tan mal”, “me aferro a la vida porque no quiero despedirme de vosotros, no, yo no quiero perder a las personas que más quiero en el mundo”.

Y se había vuelto hacia ella de repente rompiendo ese silencio que hablaba a gritos, ella que también contemplaba la lluvia y contenía sus ganas de llorar le miró y le escuchó preguntarle:

-¿Todavía escribes?

Su voz resonó en sus oídos como un eco del pasado y deseó que aquella boca volviese a cobrar vida y repitiese aquellas palabras una y otra vez.

Emitió un tímido sí.

Era la primera vez que él se preocupaba por aquella cuestión. Cuando aún estaba bien, su interés por el ordenador no trascendía a más que a enviar un correo con una fotografía adjunta o navegar por Internet para leer el periódico.

Ahora le preguntaba por su afición a la escritura. Tal vez era una forma de decir que la quería, que la veía triste y no sabía como hacer para evitar que ella sufriese.

Pero era inevitable.

Evocó aquellas manos suaves que acariciaban las suyas y le transmitían su cariño cuando cada mañana de domingo cuando ellos no podían ir a misa, ella acudía a su casa.

Aquellas mismas manos que siendo niña la habían alzado sobre sus robustos hombros en los días de sol para ir a buscar grillos.

Ella veía el mundo desde aquella altura encaramada a su espalda, con los bracitos fuertemente aferrados a su cuello mientras él llevaba con delicadeza una caja de cartón llena de agujeros para que los insectos no se asfixiasen.

Todo estaba muerto, vacío y sin vida desde que él se había ido.

Era ahora, como una escultura de barro que ella modelaba, tenía ojos pero no podía ver, tenía boca pero no podía hablar, tenía un corazón de barro que parecía dormir, no sentir, aunque ella se esforzaba por dotarle de arterias y vasos sanguíneos, por emitir impulsos eléctricos que hiciesen a la sangre irrigar todo el cuerpo y devolverle la vida.

La lluvia mojaba la escultura de barro y poco a poco la deshacía dejando en el suelo un charco triste de caolín y agua, deshaciendo los ojos, los brazos, las manos, la boca…

Un intenso deseo de revivirlo surgió en su corazón.

Pensó en las rosas marchitas sobre la fría losa de mármol, su ausencia en aquella silla de mimbre en que él se sentaba y que ahora estaba vacía cada vez que ella la miraba.

La única forma de revivirlo era en sus recuerdos.

Por eso volvió a pensar en aquella escena pasada, él mirando la lluvia caer tras los cristales y preguntando:

-¿Aún sigues escribiendo?

Aquella mañana ella cerró los ojos, decidió pensar, mientras tomaba el ascensor de camino a su casa que todo había sido una pesadilla y que una vez abriese la puerta, se lo encontraría a él sentado, feliz, jugando a los naipes con los amigos en una casa que olía a café recién hecho y tostadas con mantequilla.

Descubrió que la única forma de revivirlo era a través de los recuerdos y tenía cientos, miles, para que un ángel cobrase vida aunque sólo fuese de una forma espiritual y mágica.

Allí volvía él a estar sentado.

Miraba los tejados acerados y volvía la cabeza para preguntar:

-¿Todavía escribes?

Ella, se giró a él y le dio un fuerte abrazo, tan fuerte y tan intenso que si el tiempo tiene medida podría decirse que era infinito.

-Te quiero papá.

En ese momento sus ojos apagados y sin vida parecieron brillar como una estrella lejana.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Idiota

Soy uno de esos tipos que pueden llegar a correr el riesgo de considerarse listos. Los éxitos intelectuales son capaces de alimentar una vanidad recalcitrante. Acierto un asombroso número de preguntas en los concursos de la tele, pero desde casa, para no apabullar. Mi intuición y capacidad analítica me hacen adelantarme a los Ministros de Economía en cuanto a tendencias económicas, e incluso a los propios ciclos. Y en mi trabajo, cuando surge una cuestión complicada, mi opinión es de obligada referencia. Mis compañeros y amigos me admiran, y yo se lo digo: no me admiréis en voz alta, que después tiene que ocurrir algo para darme cuenta.

Algo como cuando compré la cámara de vídeo. Yo era un gran aficionado a la fotografía, especialmente a la fotografía vertical. La fotografía vertical me conmueve. Pero entonces compré la cámara de vídeo y busqué planos imposibles e imágenes subyugantes. Antes de darme cuenta estaba filmando rotando la cámara, y no fui consciente de ello sino cuando me puse a editar la cinta y vi a toda esa gente con los pies en el lado izquierdo del monitor y la cabeza en el derecho. Y pensé que tendría que dar la vuelta a la tele, porque esa realidad invertida no servía ni como cine experimental. Y pensé también que después de todo no era tan listo. Era uno más. De modo que se lo conté a mis amigos para que de una vez me creyeran y dejaran de contribuir a hacerme sentir aquello que no soy.

Y es que es mucho más duro darse cuenta de sopetón que tratar de contener la arrogancia a diario. Para esa contención fue muy útil dejarla marchar, pues lo de la cámara no deja de ser anecdótico. Pero cuando a diario me llega su recuerdo, y la pienso andando a brincos y su sonrisa amplia mirándome feliz, con sus pies a la derecha de mi cabeza, y su cabeza a la izquierda - pues los recuerdos son así de caprichosos y experimentales-, me pongo en mi sitio, y me digo - a diario- que, después de todo, no soy tan listo. Después de todo soy un idiota que correría el riesgo de creer lo contrario si no fuera por ella, las imágenes invertidas, y unas cuantas cosas más.





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EL MÉTODO MING

El chino Ming está convencido de que para aprender inglés de forma rápida y barata hay que ir a Inglaterra y trabajar en un restaurante. A esa conclusión ha llegado después de informarse ampliamente en foros y revistas especializadas en el aprendizaje de lenguas extranjeras. Así que, ni corto ni perezoso, abandona su aldea en Manchuria para presentarse en Londres con su maleta de piel y su kimono de rayas. Ahora ya sólo le queda lo de buscar trabajo. Por supuesto tiene que ser en un restaurante occidental, si lo hiciera en uno chino (así lo juran y perjuran los expertos) hablaría en su propio idioma y nunca aprendería la lengua de Wilde. Encuentra trabajo como pinche de cocina en Casa Canga´s, en Cambridge St, 67. Le gusta el trabajo y resulta tan buena persona y mejor trabajador (trabaja metido en la cocina más de doce horas diarias) que los dueños terminan tratándolo como a un hijo y dándole alojamiento en el propio restaurante. Después de dos años de pelar patatas y cocer marisco, el chino Ming extraña a su novia Chuchú y decide volver a su Manchuria natal. Cuando llega a su pueblo apenas ha aprendido inglés, pero habla con fluidez un florido gallego con acento de Cangas del Morrazo.

EL ROSTRO DE IBUNOKO


Diez días atrás, observada desde la pequeña estancia allende los tejados, el arribo de la joven consorte de Ibunoko a la Casa, no permitía apreciar detalles que aportaran un solo hilo a la trama de nuestro callado misterio. Aún si hubiésemos nacido esclavos, ninguna esclavitud nos habría sido más penosa que la índole de aquello que se debatía entre los pliegues de nuestro silencio por adquirir un rostro cierto. El rostro de Ibunoko, por nadie visto.
Habían llegado sobre el filo del mediodía, de modo que las repetidas ceremonias de presentación se alargaron hasta la hora en que la intensidad del calor enloquece las avispas. Recién entonces le fue permitido a la señora Ibunoko llegar a sus habitaciones y rendirse al cuidado de sus propias doncellas, que la desvestían y volvían a acicalar con las fastuosas sedas de la ciudad imperial.
Como siempre -como ya nos era conocido a los sirvientes de la casa - Ibunoko se había esfumado. Su presencia no era perceptible por ojo alguno puesto que había logrado -para desesperación de quienes le servíamos - el don de la transparencia. De modo que nunca se estaba seguro de si él estaba o no, de si él podía oír o no; de si él podía regresar o no de la incorporeidad que gozaba y, en el fondo, cada uno de nosotros, esperaba que eso ocurriera alguna vez.
Se murmuraba con frecuencia sobre su inmortalidad y la controversia entre nosotros era si el hecho de ser invisible la más de las veces, lo habría dotado de las virtudes de los inmortales o si tan sólo las aparentaba.
Las tañedoras de laúd poco y nada podían aportar sobre los caracteres personales de Ibunoko. Jamás habían logrado ver su rostro. En sus visitas a la cámara del señor, combinaban diestramente la danza, los juegos de ingenio e imaginación hasta que imprevistamente, una gloriosa sensación de abandono y sed, las envolvía suavemente en la neblina de los sahumadores y una marea de silencios dominaban los ímpetus de la pasión.

Intuí que Ibunoko era sabio. Suprimía de la escena las variaciones que sobre su rostro podían imprimir los juegos donde las flores y los abanicos y los pájaros adiestrados debían fascinar totalmente al contemplador y encenderlo para el amoroso holocausto.
Blindaba sus emociones con alguna de sus bellas máscaras. La perfecta sonrisa magistralmente dispuesta en lacas inalterables. Los impenetrables ojos fijos en la pulida convexidad.
Restaba deliberadamente cuanto pudiera deslucir la consagración de la fábula allí mismo narrada o exigida.
Algo capaz de motivar el infinito rollo de interrogaciones que una puede iluminar en la soledad de su propia estera.
Negaba también el más ínfimo dolor a los sentidos sacramentales de la vida, cuya contagiosa sustancia pudiera remorder la contentez exigida al otro ser.
Solo una de las tañedoras se atrevió a confiar a su sirvienta que había desaparecido en el interior de un pequeño cofre pero ella continuó sus insinuantes relatos, dándole sitio a las voces graves o aflautadísimas de invisibles personajes. Danzó igual que ante Ibunoko y tuvo la certeza de que su actuación era observada por alguien verdaderamente invisible. Luego la joven se inclinó a la contemplación y piadosamente el hidalgo la hizo recluir en la Casa de los Encuentros Celestiales.
En cierta ocasión, un hombre que parecía un campesino, se presentó ante el señor pretextando haber soñado un raro sueño.
Antes que el campesino pudiera iniciar el relato, Ibunoko verdaderamente sorprendido por el visitante -con apenas un majestuoso giro de sus vestiduras- exhibió ante el presunto soñador una de sus máscaras cómicas. Sin arredrarse ante tal circunstancia, el hombre comenzó diciendo: " Me he visto a mismo en compañía de tres maravillosos genios de la danza los cuales solo poseían la mitad de sus miembros superiores e inferiores. Es decir que tenían un brazo y una pierna cada uno. No obstante era tan gloriosa su alegría, que yo mismo lejos de compadecerme de sus condiciones físicas, me sentí inundado por la radiante dicha que ellos comunicaban. Los tres residían en una aldea tibetana y en la habitación por ellos ocupada, una pequeña pieza de barro cocido con espléndidas flores de durazno, atraía las miradas prodigiosamente ".
-Un jarrón con su nube de rosadas flores, como éste que ves aquí? -le preguntó Ibúnoko.
Y antes que el hombre pudiera decir "si ", Ibunoko se transformó en el jarrón soñado por el campesino.
Quizá conmovido hasta las lágrimas, pero resuelto a develar su propio enigma, el hombre todavía rogó en voz alta: " Oh, señor, declárame dónde es pues la morada en que residen los tres genios, si en el Tibet celestial o en el Tibet más allá de la China?"
Una carcajada que tanto procedía de los viejos faroles colgantes del rico artesonado como de las falsas paredes de papel, fue la respuesta.

Aún si la noche tuviera una duración de seis mil años- como calculaba mi antecesor- los hechos que tuvieron por protagonista a nuestro invisible amo, no se agotarían. Él posee la exclusiva facultad de cabalgar a favor de nuestra obsesión por descubrir su rostro, sin que acaso exista en su voluntad idéntica pasión por ocultarlo.
O es que las máscaras de Ibúnoko son la verdad, la Única verdad que Ibúnoko puede revelar a sus servidores?
Hoy sucedió que, mientras yo pulía los grises mármoles de un estanque vacío, la joven Kano, la recolectora de flores, simulando extraer hierbas silvestres de un cantero cercano, relató en voz muy baja:
"Cuando disponía las flores en los cacharros de la terraza -no? - la señora Ibunoko llamó por mí:
-Kano -dijo -dame uno de tus crisantemos para mi cabello.
No había crisantemos en mi cesta. No. Pero miré con toda atención el gran ramo que portaba. Entonces con mucho temor, respondí:
-Soy tan torpe que no logro advertir la flor que mi señora ha pedido. No hay crisantemos en esta época. Estoy segura. Pero quizá ésta orquídea azul como su obi, lucirá como perla.
La señora Ibunoko extendió su mano tristemente en el vacío mientras una sonrisa también vacía acentuaba la exquisitez de su cara. Se hizo un doble silencio, porque yo estaba muy confundida y la señora parecía haber olvidado de improviso todas las flores de este mundo.
Fue entonces cuando expresó:
-Oh, dulce Kano! No! No eres torpe... Es que yo soy ciega"


Beatriz Basenji

martes, 14 de septiembre de 2010

La visita pastoral

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Nadie supo romper aquel silencio torvo y denso, enmarañado de rencores centenarios, conocidos por todos aunque nadie hubiera dicho nunca nada.


Nadie quiso empañar el dulce sabor de la venganza de aquel minuto interminable que compensaba, de golpe, veinte años de desdenes.


Sólo el obispo, sólo él parecía, al mismo tiempo, ajeno y necesario, en aquel cuadro intemporal de miserias orgullosas.


Y lo cierto es que todo ocurrió en un instante imprevisible, como llegan las tormentas a los pueblos de La Nava.


Desde hacía treinta años no se había visto por el pueblo ningún cura forastero, si se quitaba el fraile capuchino que vino una vez por la fiesta de San Blas y el hijo de Evaristo, que estuvo un verano de hace tiempo a curarse de unas fiebres que había cogido con los indios. Pero aquello, como es lógico, no tenía nada que ver. Aunque alguien había dicho que al hijo de Evaristo, en el convento, le llamaban Fray Pedro de la Nava , en el pueblo seguía siendo Doro el de Evaristo o, si me obligan, Doro "El Calentín", como habían llamado a su abuelo, a su padre y sus hermanos.
Pero un obispo, lo que se dice un obispo, nadie había oído que hubiera pasado ninguno jamás por la comarca.


Don Raimundo había anunciado su visita en la misa del domingo. Era lo único nuevo y sorprendente que había dicho en quince años. Por eso, tal vez, tardaron un momento en comprenderlo, distraídos, como siempre, en un sermón de milagros y reproches.
Parecía que el obispo quería hacer un recorrido por los pueblos de La Nava: Quintanilla y San Adrián, por la mañana; Pobladura y Las Barreras, por la tarde. Por eso, les pedía que estuvieran reunidos el jueves, a las cinco, en los portales de la iglesia.


Y el jueves, a las cinco, fueron llegando, silenciosos como tordos, los nueve vecinos que aún poblaban, por entonces, Las Barreras de La Nava.


Fueron llegando poco a poco. Ocuparon su puesto en el poyo de la entrada y esperaron, resignados, sin pasión y sin temor, como se espera el verano o las desgracias.


Y llegó el obispo al fin, como llega el verano, tarde y seco, sin mirar a los ojos, repartiendo bendiciones, pretendiendo derretir, con su presencia, las últimas heladas del invierno.


Y dijo no se qué de la paz en las aldeas, del trabajo, las cosechas y la pureza del aire y las costumbres.


Pero nada parecía suficiente para romper el silencio de los fieles.


Y fue entonces cuando dijo, inconsciente, aquello que, sin duda, se habrá reprochado, desde entonces, tantas veces:


-"Siendo ustedes tan pocos, se querrán como una auténtica familia"


Fue aquella la primera señal de la tormenta, el primer trueno que estremece las majadas en las tardes de septiembre.


Y después ya todo fue imparable, imprevisible como el odio y el granizo.


-"Dígaselo a este, que ha movido los mojones de las tierras"
-"¿Y tú?, que te has quedado con la herencia de tu hermana..."


Se levantó el vendaval de los rencores, la sorda acusación de las injurias, el turbio manantial de las envidias, la venganza primitiva del insulto, el desprecio y el silencio.


Creció y creció la espiral, como crecen al deshielo, las aguas desbordadas de la presa hasta que sonó, como un bálsamo, la voz de Atilano, el cantinero:


- ¡"Callaros, hostia, que está aquí el Señor Obispo"


Y estalló, como dije, el estruendoso silencio de un minuto interminable y cuando el coche del obispo se perdió entre el polvo tras la vuelta del camino de la ermita, quise ver una sonrisa en algún rostro impenetrable.




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Publicado en FRANCISCO FLECHA, El Vuelo del Milano, León, Celarayn, 2006.