lunes, 28 de marzo de 2011

LA RECOGIDA DE CEREZAS.





RECUERDOS DE MI INFANCIA.





LA RECOGIDA DE CEREZAS.





Estos recuerdos de mi infancia, están ahí, listos para contar. Me facilitan la tarea de escribir un relato que paso a leer. Espero que os agrade...



No hace mucho, - les cuento alguna vez a mis hijos- , tan solo hace unos pocos años, cuando tenía ocho o diez, (que tampoco han pasado tantos), llegaban marzo y abril, los meses de la primavera y en mi casa todo empezaba a cambiar. Mi padre iba y venía nervioso. Del pueblo a casa, cansado de arar, de fumigar y limpiar, de abonar y regar, preparando la tierra y los árboles para la campaña de cerezas.



Un poco más tarde, ya por los finales de mayo, cuando el calor empezaba a hacerse notar en las horas del medio día y las tardes aún eran frescas en estos meses luminosos (en tierras de Extremadura daban para mucho) mi padre anunciaba:



-El lunes nos vamos al pueblo a recoger las cerezas.



Se terminó el colegio.



Empezaba una nueva aventura de verano.



Papá alquilaba una furgoneta con conductor, “Furgonetas Genaro” (en aquellos años casi nadie tenía coche y menos carnet de conducir).



Mi madre, mi hermana y yo, desmontábamos la casa de forma metódica, poco a poco, con calma, para aprovechar bien el espacio. En los colchones se colocaban sabanas, almohadas, toallas, ropa de cocina… Se enrollaban como croquetas, atados con dos cuerdas tensas, y se almacenaban en el pasillo, en fila esperando el transporte. Las maletas, con ropa de trabajo y de calle; las bolsas, con botas y zapatos, los barreños de plástico y de zinc, con toda la loza, cazuelas, sartenes, cubiertos…, todo lo necesario para acondicionar una cocina, tapado con las mantas, que amortiguaban los golpes y movimientos bruscos de la furgoneta (tengamos en cuenta que las carreteras que daban acceso al pueblo de montaña eran de tierra y piedras). Nos llevábamos hasta la nevera y la olla exprés, que en aquellos tiempos eran los grandes avances de la hoy denominada calidad de vida. También la radio y, algunos años más tarde, colocada en el sitio privilegiado de la furgoneta, como la reina de la excursión, la televisión, la joya mágica de la casa. En las cestas de mimbre, aceite, sal , garbanzos, lentejas, tocinos y mantecas, chorizos (si quedaban de la matanza del invierno) y algún queso curado en aceite que eran los manjares de los que curraban en el campo



Todo. Nos lo llevábamos todo. Y todo se colocaba en fila. Era divertidísimo, porque aparecían cosas que no recordábamos, o encontrábamos otras que no habíamos visto nunca.



Mi madre, cansada de todo ese trabajo, se ponía muy nerviosa, porque lo poco que quedaba guardado se lo sacábamos y se lo desordenábamos, y además aprovechaba para limpiar la pelusa que se acumulaba en la casa, en los rincones, por culpa de moverlo todo. Con lo que ese día trabajaba muchísimo. Y poco a poco iba perdiendo el humor.



Un par de horas después, la furgoneta partía con padre, madre, casa y, en lo alto de todo lo acumulado, los tres hermanos tumbados como en una cama flotante. ¡Ah y los canarios! Siempre compartíamos la vida con los pájaros que, a modo de afición, mi padre criaba y vendía. ¡Qué divertido era ir botando en aquella colchoneta voladora!, Los cuentos y las historias surgían fácilmente. Enseguida reíamos y empezábamos con el: “imaginaros que vamos en la alfombra de Aladino…”. O “¿jugamos a veo veo?”.



Lo que ahora son quince minutos, porque solo son cuarenta kilómetros, con aquel panorama de auto y carretera se hacía a gusto, en una hora y media o dos. Y como casi siempre se viajaba después de comer, y a algunos les servía para dormir la siesta. Sin cinturones de seguridad, como paquetes. Pero eso era lo mejor, lo más divertido. Se veían desde lo alto de todas aquellas cosas el cielo y el campo de otra manera, de otro color.



Cada año la máxima preocupación era, al llegar, encontrar a los chavales y chavalas que el año anterior habían sido tus mejores amigos y que no habías vuelto a ver.



Después, la casa. Siempre se alquilaba. Era un castillo, un espacio por descubrir, una habitación nueva que sortear, una casa diferente que ocupar para los próximos tres meses.



Se alquilaba al Tío Ramón. O a la Tía Eugenia. Todos en el pueblo eran tíos, primos y sobrinos en alguno de los grados de parentesco. Cuando la casa tenía patio, o huerta, ya era un gran palacio.



A veces, todavía con el aturdimiento del viaje y los nervios de la llegada, lo más emocionante era mirar una casa nueva, buscar sus lugares y sus rincones, oler, abrir ventanas, colocar nuestras cosas. Poco a poco, una casa ajena iba convirtiéndose en nuestra casa de verano. Se tardaba un rato en nombrar cada lugar. Casi siempre por inercia, mi madre empezaba a voces: “ese colchón, a la habitación del fondo” , “esta maleta a la de la ventana verde”, “esta bolsa, a donde duerme tu hermana”, con intención sobre todo de acelerar el proceso y terminar pronto.



A las cuatro de la mañana sonaba un enorme despertador que ha convivido con mis padres toda la vida. Él, se levantaba el primero. Se lavaba y, se vestía y salía a buscar al caballo y al mulo, que eran los porteadores de enseres y cosas necesarias. Les colocaba la albarda, bien sujeta con la cincha, las angarillas, y encima cajas, mantas, sogas…, todo lo que se necesitaba para trabajar allí arriba en la montaña. Yo, por ser muy pequeña, me sentaba encima de todo y, agarrada muy fuerte a cualquier cosa que estuviese sujeta viajaba cómodamente (entre comillas) hasta el lugar de destino. Cuando bajaba, no sabía de qué material estaba hecho mi cuerpo. Supongo que de plastilina.



El día se hacía largo. L os hombres subían a los árboles cargados de fruto rojo y maduro, con cestos redondos de nueve kilos y sogas que ataban a las ramas y permitían bajar el cargamento obtenido. Entre chistes, historias, cotilleos y canciones, se llenaban las canastas que bajaban y volvían a subir vacías. A sí durante toda la jornada. Las mujeres: madre hermana y yo, de rodillas en el suelo, sobre una manta marrón hecha de un abrigo gabán del ejercito, de cuando mi padre hizo la mili, escogíamos y limpiábamos las cerezas de hojas, palos y pasas, para meterlas después en una caja para el transporte.



En ellas, había que poner helechos frescos. Y ahí empezaba realmente mi trabajo. Yo, pequeña y sin fuerza, cogía una cuerda y una hoz y cortaba un haz que acarreaba a las espaldas hasta donde estaba el montón. Cuando había descansado, cogía el botijo. Me iba hasta la fuente de la Borbollona, despacio y con cuidado, atenta para no despistarme y darle un porrazo al botijo con alguna piedra de las paredes del camino. Las lagartijas me asustaban. Y el silencio de la montaña, también. Los ruidos de las ramas se convertían en serpientes de cascabel. Y los topillos y gusarapos en tigres de Bengala. Entre nervios y alertas llegaba a la fuente, cargaba, y salía pitando, no fuese a ser verdad que por aquellos montes hubiese lobos y me comiesen…



El mejor momento del día, la siesta. O te dormías profundamente por puro cansancio, o te dedicabas a jugar con la imaginación, porque no nos dejaban movernos ni hacer ruido, para no molestar el descanso de los mayores. Las sombras de las hojas de los árboles, las moscas, las chicharras, las hormigas… Todo venía bien para soñar y soportar el cansancio y el calor.



Así, pasaban los días del verano. Entre trabajo y juego. Entre paseos y calores.



Con el tiempo, poco ha cambiado de todo aquello por mi pueblo. Aún se siguen viendo familias por los montes, trajinando entre ramas y cestas, cantando canciones y voceando “cesta vaaaaaa”.



viernes, 25 de marzo de 2011

fragmento del libro Wanik




fragmento de Wanik- Autores Rosa y Víctor E.
Desierto de Nefud. Península Arábiga

“Mi nombre es Abdel Hâfer, nombre que en tu lengua significa Sirviente del Protector, tengo treinta y dos años, amo el desierto más que a nada en el mundo y soy un incansable devorador de libros.

El hecho de vivir aquí no me hace un bárbaro pues siempre tuve inquitudes y le di gran importancia a mis sueños.

Yo soñé.

Soñé con un valle en la Antártida donde en la larga noche del invierno se reúnen los pingüinos a pasar la época de la oscuridad. Todos se dirigen a ese valle cuando el invierno alcanza su máximo rigor.

Últimamente mis sueños son un tanto absurdos…

Aunque vivo en el desierto a veces me desplazo a poblaciones importantes y aprovecho la ocasión para comprar o intercambiar libros.

Realmente me interesan todos los temas. Los engullo con avidez. Hablo perfectamente inglés, español, francés y también algo de alemán aunque de forma muy básica. Esa fluidez de idiomas me ha sido dada desde la niñez pues, vivir aquí, en esta soledad, me hace hace soñar con diferentes gentes y lugares del mundo.

Hace apenas un año que volví aquí, al lugar en que nací. Mi vida en el desierto es dura, pero no exenta de encantos sobre todo, cuando contemplo en estas frías noches el cielo azúl índigo sobre el mar de interminables dunas rosadas.

A pesar de toda la monotonía de este paisaje casi lunar, nada aquí es perdurable.

Lo mejor de todo es la lejanía de la civilización. No hay contaminación, ni ruidos, sólo la extrema belleza de lo simple y no mancillado por el hombre.

A veces, bajo este calor sofocante, después de haber recorrido las principales ciudades de occidente, llego a la conclusión que la gente no es mala por naturaleza si no que son la desidia y avaricia de este mundo ajeno al individuo, las que hacen aflorar lo peor de sus mentes.

El desierto es un buen lugar para encontrarse con uno mismo, recargar la energía agotada y comprender que somos parte de un complicado engranaje.

Piensa un poco: Yo soy un granito de arena en el desierto pero lo pequeño hace lo grande y sin la mínuscula arena: ¿Que sería del desierto?

Yo soy una estrella en un cielo infinito pero sin Sol, me apagaría y ningún ser tendría cabida en mi mundo…

Así pues, no importa donde hayas nacido, ni cual sea tu origen porque, de todas formas aún a pesar tuya, ya formas parte de este complicado engranaje de la vida.

Si me preguntasen que amo de las ciudades les diría que las amo sin más, no para asentarme en ellas. Me encanta conocerlas aunque nunca he sentido el deseo de echar raíces. Allí, la individualidad no existe, te dejas arrastrar por el mundo, la sociedad, las circunstancias y acabas convirtiéndote en una víctima de ello… Sólo cuando regresas y te enfrentas a ti mismo aquí, en la soledad del desierto, dilucidas todas las cuestiones y tu actitud ante la vida.

Algunas especies en otras partes del mundo pero, sobre todo en África, marcan sus territorios e imponen sus límites a otros iguales. La especie humana debería haber aprendido a desterrar esa idea porque en el horizonte se encuentra nuestra única esperanza. El tesoro que buscas subyace allí enterrado, donde nace el arcoíris, donde nuestra especie ha de comenzar la búsqueda”

Abdel se protegía el rostro del fuerte viento del Simún, cuando sumido en estos pensamientos se topó con una flor. Era un extraño sitio para una planta tan delicada, posiblemente al día siguiente se agotaría la poca agua que la sostenía y dejaría de existir.

-”La vida es tan fugaz que casi no la percibimos”- Pensó.

Se agachó y tomó la delicada flor por su frágil tallo para no dañarla y con su enorme y morena mano la introdujo en una bolsa de lino. Pensaba dejarla tres kilómetros más allá donde sabía que habría agua.

En el desierto el agua es síntoma de vida y el mayor tesoro con que uno puede toparse.

-”¡Es hermoso el atardecer!- Caviló con la mirada perdida en el infinito.- Aquí donde la soledad del alma se respira cuando la noche cae y las estrellas te envuelven con su resplandor”.

Había que levantar la cabeza pero mirando al Este, alto en el cielo, a unos 80º, casi en la vertical, se veía majestuosa la estrella Sirio con su titilante y hermoso cambio de colores destacando sobre un cielo azúl que empezaba a volverse negro por el Oeste.

Abdel imaginaba que hermoso espectáculo sería un cielo con dos Soles: Una gigante roja y una enana azul viviendo juntas en un abrazo final donde lo nuevo y lo viejo se unirían en la relatividad de las eras estelares.

Tal vez, en mil millones de años, el cielo que veía ahora no se parecería en nada a este, si es que el mundo tal y como él lo concebía, continuaba existiendo cuando él hubiese muerto.

El universo es un hermoso lugar cuando uno está dispuesto a mirar y dejarse conducir.

A Sirviente del Protector le encantaba estar al acecho, cada noche, buscando estrellas fugaces.

Las contaba.

Anhelaba encontrar una, tan sólo una de ellas. Tal vez aparecería en el sitio más insospechado y tendría parecido con alguna de esas piedras refulgentes que con frecuencia veía durante sus paseos y que no encajaba con el ocre de la arena.

PODEIS LEER PARTE DEL LIBRO EN GOOGLE BOOKS

http://books.google.es/books?id=2WEz-Yru4XkC&printsec=frontcover&dq=wanik&hl=es&ei=zk2MTYSJBcaq8APhzLSgDw&sa=X&oi=book_result&ct=book-thumbnail&resnum=1&ved=0CC8Q6wEwAA#v=onepage&q&f=false

miércoles, 23 de marzo de 2011

EL RETRATO



El viejo desván, presenta un aspecto desordenado; las telas de araña dan un carácter melancólico y conservador, incluso allí, el aposento de la casa más olvidado, que en sus tiempos fue nido de amor y pasiones, llega el olor a muerte. Se diría que todos los objetos de la habitación están orientados hacia un rincón, allí se encuentra un retrato. Al mirarlo parece que todo se ilumina, una joven hermosa es la protagonista. Su mirada es dulce y expresiva, sus cejas parecen imitar la curva de los ojos, la nariz recta y fina armoniza con la forma redonda de su cara, que finaliza con una barbilla que un pintor calificaría de perfecta. Sus labios son pronunciados, con un rojo que parece sobrenatural. Todos los calificativos culminan con una sonrisa. ¿Es posible hallar mayor síntoma de vida y expresividad en un rostro?, sus cabellos ensortijados y juguetones parecen contestar a mi pregunta. Su cuello es recto, fino, sus hombros se encuentran desnudos, no parece haber huesos en su interior, ni el artesano sería capaz de representar en barro figura tan perfecta. Sobre su cuello cuelga una cadena que resalta más la forma de los hombros, finaliza donde comienza el pecho, insinuando la perfección del mismo. Su vestido es bastante escotado y termina uniéndose a la altura de los senos.

Sin duda alguna, aquella era la mujer protagonista de unos momentos de amor y pasión que a pesar del tiempo transcurrido dejaron huella en un hombre.

Lo que nadie podía imaginar, es que aquella mujer se encontraba descansando bajo la tierra que la había visto crecer. Todos los días un hombre con pelo medio plateado pone un ramo de flores en su tumba, en recuerdo de quién, en su día había desafiado con su hermosura a la naturaleza.

lunes, 21 de marzo de 2011

Educando a Tarzán

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Cuando, al cerrar, Tarzán y Chita bajaban hasta el chiringuito y tienda de regalos "The Sleeping Lion" que habían abierto los blancos en mitad del parque para que los visitantes tomarán un descanso en medio del safari fotográfico, aprovechaba Chita para ponerse al día leyendo los periódicos que quedaban por los bancos.

El día que se encontró con aquella efemérides pasada que decía que


El Diario de León, 1907. (Tomado de http://elleoncurioso.blogspot.com)

le dijo, sentenciosa, a su pupilo:

-Mira, Tarzán,hijo: esto me trae al pensamiento dos consideraciones:
1. Que esto es lo que debe querer decirse con aquello de que "Dios castiga sin palo ni piedra"
2. Que hasta Dios, al castigar, respeta el escalafón: que bien podía haber descalabrado al párroco, que, con más responsabilidades, tendría, seguramente, más ocasiones de pecar.

Tarzán asintió con la cabeza, sin apenas escuchar, enfrascado como estaba, también él, hojeando un número atrasado del VOGUE con la moda primavera-verano de bañadores de Chanel.

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miércoles, 9 de marzo de 2011

Educando a Tarzán

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TEOREMA DEL COPYRIGHT


Eran las cuatro de la tarde de un domingo de Junio aquí en la Jungla.


La lluvia torrencial de la mañana había dado paso a una tarde fresquita y soleada y a una brisa limpia y traspasada de olores y sonidos como de un mundo recién estrenado.


Chita, indolente, leía reclinada en las raíces casi humanas de aquella secuoya milenaria junto al lago.


De pronto, como el que tiene la impresión del "dejà vu", de estar leyendo de nuevo algo visto en algún sueño del pasado, cerró el libro suspirando:


-Tarzán, hijo, no te dejes engañar por la apariencia: aunque dos libros te parezcan exactamente iguales, a veces, inexplicablemente, en uno de ellos cambia el nombre del autor




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