viernes, 13 de julio de 2012

Pensar en una sombra...



Lo negro era el carbón, lo blanco era la vida. Fue el verano en que no había nada más que hacer; repartir los trabajos hogareños, llevarle los encargos a mamá, almacenar leña para el invierno... así era el tiempo del verano, un tiempo que albergaba la ilusión de una adolescencia rozada con la miraba esquiva del destino. Una ilusión que apenas me pertenecía, en un pueblo donde, para un muchacho, todo lo que algún día pretendió ser porvenir yace entre las ruinas de la mina.
Yo tenía trece años, y pienso ahora que, para aquella baraja cerrada que era mi vida, la primera forma reconocible del destino debió ser algo relacionado con la visita de aquel sacerdote al colegio, allá por el mes de mayo. Debió ser por el encantamiento que sus palabras produjeron en mis ojos, ese encantamiento que está detrás de lo que se oye, acaso la delicadeza de un lenguaje, apenas comprensible, que tiznaba con su halo misterioso mi imaginación.

Venía por la calle un aire parecido al que aspiraba leyendo un libro de muchas páginas en la biblioteca: vainilla, humedad, pomada de otoño con las marcas de los uniformes de los mineros; era casi como seguir un sendero hasta el rincón de lo desconocido donde, en un futuro, aparecería mi otra mitad.
De camino a la mina hay una calle que huele a vainilla; cuando pasaba por allí, asociaba con algo ese olor, inesperado y eficaz, pero lo asociaba según mi propia ley de la memoria imaginada.
Parecía inevitable, miraba la tierra negra en un lugar suspendido en la irrealidad: desde que tenía uso de razón, día a día, atravesaba un tiempo arcaico, verdadero y condenado a yacer bajo el manto oscuro del carbón; polvo gris activísimo, hondura de barro tan negro como la carbonilla. Ya están pasando los mineros hacía el vacío veloz que ciega la mirada y el nombre personal de cada uno de ellos; ahí estaban las huellas de los que iban, mezclándose con las marcas de los otros que regresaban.

Entre las muchas memorias perdidas mi primera memoria se vuelve transparente, es cristalina y, aunque parece frágil, aguanta toneladas de peso. Sabe su dura persistencia desde que descubrió la dureza de una mirada azul, donde chorreaban lamentos invertidos y no lloraba.
Había una nostalgia en cuclillas y un ángulo confuso en aquella mirada; hay aquella tarde, donde goteaban los mineros, uno a uno, camino del tajo, también las últimas palabras que entre ellos no se dicen, y la cara y la luz salpicada de grises, sus manos, sus saludos que se inflamaban como el redondo agujero de la bocamina. Hay segunderos de muerte flotando en el arroyo y secas sonrisas vueltas del revés que aún eran alegres.

La música que daba el aire de la tarde se evaporó sin descubrir que había un secreto en una de aquellas manos - para quien- se detendrá el tiempo. Horas más tarde cayó la destrucción sobre Gumersindo el maquinista, su vida se desencajó de plano.
En aquellos días yo fluctuaba entre el juego y el ansia de ver más allá de lo que puede fijarse con palabras. Veía argumentos, y aún hoy sigo soñándolos. De todas las cosas, el rostro y los ojos azules de Gumersindo, me vuelven ahora, como pinturas de una sombra del pasado, vistos en una calle con aroma a vainilla. ¿Por qué no supe traerlos al poema? Aquel suceso sin duda fue una gran tragedia y, si supiera responder a la cuestión de por qué tuvo que suceder, sabría más acerca de mi mismo.