domingo, 20 de diciembre de 2020

Regalo de reyes

Fotografía de José G. Ortega Castro en Unsplash

Esta mañana, casi lloro. Primero, por ver que otro año más la bicicleta tendrá que esperar. Después, por la emoción de los paquetes sin abrir. 

Mamá insistió como todos los años. Me fui pronto a  la cama. Los reyes no entrarían en casa de un niño desobediente y no volverían si me encontraban despierto.

Resistí lo que pude, la emoción y los nervios no me dejaban. Que ilusión verlos… pero me dormí.

Todavía no era de día y papá me ha despertado a voces, mamá esperaba en el salón. Su cara de alegría, fue el mejor regalo.

Cualquier ocasión es buena para hacer fiesta, y hoy no iba a ser menos. Asado, roscón; café y champán. Luego las copas, siempre las copas.

No he salido de mi habitación nada más que a comer. He estado jugando, concentrado, sin querer escuchar. 

Las risas, hay que entenderlas, hay risas alegres que saben a fresa, risas de felicidad; y hay risas turbias, que huelen a tormenta. Son risas histéricas, bañadas en vino y gin-tonic. Esas no me gustan. Rápido dan paso a los insultos.

―Ladra chucho que no te escucho ―repito en mi cabeza, mientras dura la pelea. Con el ruido del primer vaso roto, la humedad y el calor se extiende, se me ha vuelto a escapar, con la pernera del pantalón trato de secar el charquito acusador, el pantalón acaba empapado. No pude evitarlo. Ahora sí lloré.

Me gusta imaginar, y con las rayitas del parqué juego. Son largos caminos que me llevan lejos, que me sacan de debajo de la cama, donde no escucho los gritos, ni los llantos.

Una noche, mamá, cuando yo sea grande, aunque no vengan los reyes, saldré de mi refugio y te regalaré una vida sin gritos.







domingo, 13 de diciembre de 2020

Unisex


Fotografía de Mostafa Meraji en Unsplash



Siento cierta envidia, no puedo negarlo. Bueno, envidia, tampoco es la expresión. Quisiera saber explicarme. Usar mejor las palabras.

 Adela, con su presencia saca al local de un letargo compuesto de aburrimiento y conversaciones sobadas.

Viene, por lo menos, una vez al mes. Unas veces solo a peinarse o quizá le haga las puntas y le repase el cuello. Otras, pide que le haga mechas o alguna extravagancia; en una ocasión quiso un rapado al cero. Fue un exceso.

No resulta fácil de atender. Como clienta, es exigente y le cuesta dejarse aconsejar. No lee, ni se distrae, observa en todo momento como trabajo.

Y las manos me sudan y trato de concentrarme; de no volver a caer.

Mis ojos, desobedientes, poco a poco resbalan, escapan, recorriendo ese escote, de pecho menudo y agujas firmes.

Cada vez que esto ocurre me sonrojo, sin remedio. Por el espejo me mira, se hace la ofendida, para sonreír de forma cínica a continuación. ―Es cruel jugar así con uno―.

No sale de aquí sin regalar una última sonrisa. Entonces es cuando el tiempo se vuelve sólido, su peso gravita sobre mi espalda. El mes que viene hará veinte años que abrí. Perdí la cuenta de los clientes…

Aún la veo entrar por primera vez, con su inocente beldad, una carrera en las medias y esa mirada que tanto me hace sufrir.



Fotografía de Alexander Krivitskiy en Unsplash



viernes, 4 de diciembre de 2020

Se acerca


Deja que te cuente: Raphael y su tamborilero, no se como entraron. Su voz engolada mana de los altavoces como un manantial que llena el salón de nostalgia.

Hace frío. La tarde avanza, podría decir que es de noche. Arrimado al radiador, le he convertido en un refugio que no acierta a protegerme.

Una luna pálida, vergonzosa, asoma entre los bloques vecinos. La calle vacía, con las luces despide un brillo húmedo.

A parte de la música, en casa, apenas se oye nada. Los chicos salieron, y mi mujer, tan discreta, es solo un rumor lejano.

La navidad, está aquí mismo, la familia, los besos, las risas. 

Tampoco faltará a la cita, el vacío que producen los ausentes.

¿Te lo he dicho? suena Raphael…

Y tengo frío.




Fotografía de Artur Aldyrkanov en Unplash.




viernes, 27 de noviembre de 2020

Vigilia


Con la madrugada, regresa la quietud y la soledad. En una atmósfera que irradia calma, de forma pausada como en un ritual despliega sus manías: sus viejas zapatillas de felpa, el vaso de agua sobre la mesa y un murmullo de radio al fondo.

Lo normal es que lea, hasta aburrirse. Deambula sin rumbo por el salón. El ventanal, tal que una pantalla de cine, le muestra una ciudad que, al igual que él, parece no descansar.

Encerrado en su pensamiento, lo soñado y lo vivido se entremezcla. Sus fantasmas vagan libres por la estancia, han acudido sin ser invitados, surgiendo de lo más profundo y oscuro de sí mismo.

 Su agitación aumenta con los minutos. Necesita fijar con palabras el mundo, dar salida a tanta historia imaginada, abarcarlo todo.

Mientras escribe, el tiempo queda suspendido, se encuentra en otra dimensión, inmerso en un frenesí del que solo saldrá con el alba, cuando la noche anuncia su fin y la claridad le devuelve a la realidad.

Sale del trance agotado, con el primer café del día despeja sus ideas; y por una vez querría haber conseguido unos resultados tangibles.

 Más allá de una hoja llena de tachones y este insomnio que acabara con él.




Fotografía de Christian Lambert en Unsplash.



jueves, 19 de noviembre de 2020

El baile del albatros



Se retrasa y no paro de mirar el reloj. No debería de haber venido, me siento infantil, casi ridículo.

Mi hija ha insistido, ―tienes que salir―.

Por no hacerle un desaire, como si fuese un crío obediente he aceptado la cita.

La mano me suda, sujeto demasiado fuerte el libro que hará que nos reconozcamos.

La salida del metro está atestada. No sé si es el lugar más apropiado. La gente pasa indiferente, algunos incluso portan su lectura en la mano. Sería mejor que me marchara.

Un destello me retiene, entre la multitud destaca su cabello oscuro, y ya no puedo separar los ojos de ella. Reconocería a Natalina, mi ex, incluso a oscuras.

Parece que busca a alguien, cuando nuestras miradas por fin se encuentran, sonríe, me saluda; y al acercarse saca un libro del bolso.

No sé qué esperaba, el efecto que me causa no es precisamente de alegría, tampoco desilusión, confundido es la palabra.

Me da dos besos, para luego tomarme del brazo. Un gesto inesperado que consigue de mí una sonrisa, que no reconozco, que brota natural; sin esfuerzo.

Nos hemos quedado solos… y los nervios han desaparecido. Fotografía de Jason Wong en Unsplash






sábado, 14 de noviembre de 2020

El lector mutante


Berta, dice de la pasta con qué sirve el café, ―que no es nada ―, pero lo cierto es que se agradece, tanto como su sonrisa. Sentado, junto al ventanal, veo desenvolverse a la gente con sus prisas. Remuevo el azúcar y al tiempo que el humo del café asciende, las historias desbordan las páginas que las contienen y desde los anaqueles elevan su murmullo y tratan de hacerse notar. No es de extrañar. Hay tanto para leer y los personajes, ya se sabe, solo reviven cuando los leen.

¿Quién tendría la feliz idea de integrar librería y café?. Ese si que merece un monumento.

Valle-Inclán, desde un rincón, no deja de observar con cierto asombro el pequeño altar que le rodea.

Hoy «viajo intramuros», de la mano de un José María Merino, niño, que me muestra esta ciudad de otra manera, con otros ojos. 

  Que rápido oscurece en otoño, el tiempo pasa sin sentir al calor de un libro. Berta me cobra y de nuevo, la sonrisa.

Los murmullos se han vuelto llamadas y no puedo más que detenerme y como en un hasta luego, recorro con la mirada unas estanterías donde me aguardan mil historias.


Pd.: Esta semana se ha celebrado el día de las librerías y me apetecía hacer este pequeño homenaje. Y en especial a la librería mutante Tula Varona por su valentía al abrir sus puertas, por primera vez, en mitad de la pandemia.



Fotografía de Renee Fisher en Unsplash

jueves, 5 de noviembre de 2020

Sobremesa


Un poco de actividad después de comer no habría estado mal, pero no hay forma de que salga a dar un paseo, soy más de tumbarme un ratito. Estos días fríos, nada de series, ni películas, me gusta dormitar viendo un canal, de esos de pago, en el que en una chimenea se consumen lentamente unos troncos con un crepitar suave y relajante. Tanto, que cuando el cigarrillo prendió en el sofá no sentí más que el olor a leña quemada y un calor que me acogía con dulzura.

Los bomberos salvaron lo que pudieron. Tras este desastre, no volveré a descansar tranquilo; y temo que las llamas de la incineración no me gusten.



jueves, 29 de octubre de 2020

Cambio de estación

En clase de yoga


Mi dueña se ha pasado todo el verano tomando el sol y de charla conmigo como si de dos buenas amigas se tratara.

Las tardes pasadas al fresco en el balcón han sido como una fiesta, desde él podíamos seguir todo lo que ocurría en la calle.

  Los caminantes atraídos por mi continuo parloteo, miraban hacia nosotras y si ella consideraba que el paseante merecía la pena continuaba la conversación. Hizo un montón de amigos. Alguno hubo que se quedó a cenar... hasta el amanecer.

Desde que entró el otoño, es distinto, más aburrido, ella no sale a tomar el sol y a mi me ha colocado en el salón, junto a la tele en la que no veo más que tertulias y con lo escuchado casi pierdo las plumas.

Me he dado cuenta de que el silencio no está mal, que es hermoso y apenas abro el pico.

Como no contesto a sus juegos está preocupada y el veterinario le ha dicho que puede ser estrés, y a mi lo que me estresa es que se haya acabado el verano y que en la tele hablen siempre los mismos, menos mal que el yoga me relaja. Fotografía de Michael Clarke en Unsplash.




jueves, 22 de octubre de 2020

La patera



La verdad es que el mar es hermoso, quizá lo más bonito que haya visto en su vida, pero la brisa no la alivia y no hace más que preguntarse ¿Qué hace ahí? El balanceo continuo ha consumido sus pocas fuerzas y un sol abrasador la ciega.

El motivo que la empujó al mar se desdibuja y aleja, la búsqueda de ese norte soñado como una promesa. Mientras, su mente divaga extraviada aunque por momentos regrese de vuelta a casa.

Se ve junto a sus amigas jugando a imaginar otras vidas, escucha sus voces cantando entre risas en el largo camino que las llevaba al pozo, soñaban con un mundo amable, sin caminatas bajo el sol. 

Tantas horas a la deriva y tanta agua, sin duda, le han traído el recuerdo del pozo, y de las canciones; de la sonrisa de su madre... ¿Por qué la ha abandonado dejándola sola? El miedo la acaricia y llora sin lágrimas sintiendo un dolor profundo que a nadie parece importar.

Hace rato que ha dejado de sentir sed, beber agua del mar ha sido una mala idea, con la mirada vacía se deja mecer por las olas junto a sus compañeros.

Ahora todo da igual, sus labios agrietados sonríen y con los ojos cerrados se marcha cantando junto a ellas, camino del pozo. Fotografía de Nathan Queloz en Unsplash







jueves, 15 de octubre de 2020

Pink Floyd en la memoria 



No me coge de nuevas y es que esta mujer mía tiene unos prontos, que dan miedo. Por eso he salido volando del corral. Si caigo en sus manos no sé qué habría sido de mí.

A Romero, el cabo del puesto, le sigo oyendo reírse y yo es que no veo la gracia.

Al menos, está él de servicio y no le importa que duerma en el calabozo hasta que todo se tranquilice.

Mira que Mati me lo advirtió veces, ten cuidado con el hacha y yo me reía, mientras recordaba el nombre de aquella canción y mis años de hippy.

Ten cuidado con ese hacha, Eugenio, arregla el mango, que se va a soltar y verás que tenemos una desgracia.

Siempre la misma murga y yo ni caso, para qué, total, son cuatro palos los que parto por sí enciendo.

 Cuando venga la chiquilla no sabré qué contarle; siempre anda pendiente de que no le falte nada. Salen aunque esté helando. Dice que la relaja pasear con él, que arrimarse  a la lumbre para quitarse el relente, con el animal a sus pies, es un lujo de pueblo que en su piso no puede permitirse.

La desgracia no por anunciada, me ha sorprendido menos, no se poner palabras a la angustia que he sentido viendo volar la hoja del hacha.

Pobre Pancho ni se a enterado, ya podía haberle dado a una gallina. Cuando Mati a visto como ha quedado el perro, o corro al cuartelillo, o el siguiente muerto soy yo.

Ahora es la pena la que me mata y no sé cómo arreglarlo. Imagen de Gustavo Sousa en Unsplash

sábado, 4 de julio de 2020

En bucle
Con los días aumenta mi sospecha de que algo va mal,  ―son los nervios ―me digo. Mientras hacemos los últimos preparativos en el laboratorio, no hago más que darle vueltas. Si hoy tenemos éxito, nos dan el nobel, abriremos la puerta para un sueño ancestral de la humanidad. Como en su día fue ir a la Luna. Viajar al pasado.

Hoy llego tarde, ―es increíble dormirme en un día como este―, con las carreras me he abrasado con el café y he tenido que volar con el coche.
Al entrar al laboratorio, entro de prisa y doy los buenos días, disculpándome antes de que Abel proteste. Tengo la certeza de estar a las puertas de lograr algo grande, grande de verdad.

  Abel siente que con los días aumenta su sospecha de que algo va mal… Marcos hoy llegó tarde, se ha vuelto a dormir
  Han transcurrido años y completado todas las fases, primero negaron la situación y pasaron a culparse el uno al otro, luego se deslizarón por una rutina que les hizo creer tenerlo todo bajo control, hasta caer en un pozo de desánimo del que solo el tiempo y el apoyo mutuo consiguió sacarlos.
En el laboratorio, ya no hay nervios ni tensión alguna, la depresión es un mal recuerdo y Abel prepara café, sin prisa, sabe que Marcos llegará tarde, como todos los días.



Fotografía de Angely Acevedo en Unsplash

sábado, 27 de junio de 2020

Bienvenido No quiero que se entienda esto como una queja, pues ahora nos encontramos a diario y nos tratamos con verdadero amor fraternal.
Pero espero que os sirve de aprendizaje y toméis buena nota.
Cuando al final de mis días me vi a las puertas de lo que me pareció el jardín de las delicias o sea el paraíso, no dejó de sorprenderme la cantidad de carteles de advertencia:
«No tire colillas al suelo».
«Use las papeleras».
―No solo hay que ser limpio de corazón, también hay que venir duchado ―me dije, medio en broma, como para calmar los nervios.
El ancianito de larga barba que me sonreía desde la puerta y que tan amablemente me invitó a pasar era San Pedro. Todavía me avergüenzo, seguro que escuchó mis palabras.
De otro modo no me explico cómo he ascendido a barrendero jefe en tan poco tiempo.

Fotografía de Nagesh Badu en Unsplash