Lo negro era el carbón, lo blanco era la vida. Fue el verano
en que no había nada más que hacer; repartir los trabajos hogareños, llevarle
los encargos a mamá, almacenar leña para el invierno... así era el tiempo del
verano, un tiempo que albergaba la ilusión de una adolescencia rozada con la
miraba esquiva del destino. Una ilusión que apenas me pertenecía, en un pueblo
donde, para un muchacho, todo lo que algún día pretendió ser porvenir yace entre
las ruinas de la mina.
Yo tenía trece años, y pienso ahora que, para aquella baraja
cerrada que era mi vida, la primera forma reconocible del destino debió ser
algo relacionado con la visita de aquel sacerdote al colegio, allá por el mes
de mayo. Debió ser por el encantamiento que sus palabras produjeron en mis
ojos, ese encantamiento que está detrás de lo que se oye, acaso la delicadeza
de un lenguaje, apenas comprensible, que tiznaba con su halo misterioso mi
imaginación.
Venía por la calle un aire parecido al que aspiraba leyendo un
libro de muchas páginas en la biblioteca: vainilla, humedad, pomada de otoño
con las marcas de los uniformes de los mineros; era casi como seguir un sendero
hasta el rincón de lo desconocido donde, en un futuro, aparecería mi otra
mitad.
De camino a la mina hay una calle que huele a vainilla; cuando
pasaba por allí, asociaba con algo ese olor, inesperado y eficaz, pero lo
asociaba según mi propia ley de la memoria imaginada.
Parecía inevitable, miraba la tierra negra en un lugar
suspendido en la irrealidad: desde que tenía uso de razón, día a día,
atravesaba un tiempo arcaico, verdadero y condenado a yacer bajo el manto
oscuro del carbón; polvo gris activísimo, hondura de barro tan negro como la
carbonilla. Ya están pasando los mineros hacía el vacío veloz que ciega la
mirada y el nombre personal de cada uno de ellos; ahí estaban las huellas de
los que iban, mezclándose con las marcas de los otros que regresaban.
Entre las muchas memorias perdidas mi primera memoria se
vuelve transparente, es cristalina y, aunque parece frágil, aguanta toneladas
de peso. Sabe su dura persistencia desde que descubrió la dureza de una mirada
azul, donde chorreaban lamentos invertidos y no lloraba.
Había una nostalgia en cuclillas y un ángulo confuso en
aquella mirada; hay aquella tarde, donde goteaban los mineros, uno a uno,
camino del tajo, también las últimas palabras que entre ellos no se dicen, y la
cara y la luz salpicada de grises, sus manos, sus saludos que se inflamaban
como el redondo agujero de la bocamina. Hay segunderos de muerte flotando en el
arroyo y secas sonrisas vueltas del revés que aún eran alegres.
La música que daba el aire de la tarde se evaporó sin
descubrir que había un secreto en una de aquellas manos - para quien- se
detendrá el tiempo. Horas más tarde cayó la destrucción sobre Gumersindo el
maquinista, su vida se desencajó de plano.
En aquellos días yo fluctuaba entre el juego y el ansia de ver
más allá de lo que puede fijarse con palabras. Veía argumentos, y aún hoy sigo
soñándolos. De todas las cosas, el rostro y los ojos azules de Gumersindo, me
vuelven ahora, como pinturas de una sombra del pasado, vistos en una calle con
aroma a vainilla. ¿Por qué no supe traerlos al poema? Aquel suceso sin duda fue
una gran tragedia y, si supiera responder a la cuestión de por qué tuvo que
suceder, sabría más acerca de mi mismo.