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domingo, 31 de octubre de 2010

La llamada de la noche.


Allí estaba una vez más. Sola, en medio de la noche. Entre la oscuridad y el silencio. Bajo la pálida mirada de la luna y el leve titilar de un tupido manto de estrellas.
Recordó aquella primera noche, hace ya muchos años, cuando siendo poco más que una niña se empeñó en ir a ver las estrellas. Fuera de la ciudad, donde la hermosa nocturnidad no pudiese ser hollada por las luces impías de neón. Aunque en muchas ocasiones ésta le había sorprendido fuera de ella, siempre había sido en bulliciosa compañía. Nada que ver con el romanticismo que exhalaban tantos poemas leídos, tantas historias entrelazadas en las páginas de las novelas... Y decidió que ya era hora, que el momento había llegado. No supo muy bien a que podía responder tan imperiosa y repentina necesidad, ni si su deseo pretendía tan solo experimentar nuevas sensaciones o si, además, pretendía poner a prueba el amor de su acompañante. El caso es que sentía ese impulso en su interior de forma insistente y desbocado. Insistió; insistió hasta que consiguió cumplir su deseo, un deseo que solo su conciencia sabía tenía muy poco que ver con el aparente romanticismo que la situación podía aparentar.
Era una noche tardía de otoño, casi de invierno, y el ambiente estaba muy frío para aquel tiempo. A pesar de todo, su pertinaz insistencia consiguió convencerle (era él quien conducía) para buscar un espacio un tanto alejado de la ciudad, un lugar en el que poder contemplar limpiamente las estrellas. El coche les condujo por veredas y caminos hasta una pequeña ermita oculta entre pinos, robles y encinas, refugio de cazadores en los días abiertos de veda. Apagaron el motor. Él no hizo ningún ademán que permitiera adivinar su intención de abandonar el automóvil. Ella, decidida, dio el primer paso. Había sido su deseo. Abrió la portezuela y salió al silencio de la noche. Era oscura. Allí, lejos de las luces protectoras de la ciudad, parecía de repente más profunda de lo que nadie pudiera jamás imaginarse. La luna no brillaba como en otras ocasiones y el manto estelar, casi invernal, parecía infinitamente más lejano que en las noches estivales. Dio unos pasos hacia la oscuridad y el silencio. Y allí, en medio de una intangible inmensidad, miró hacia el cielo.
Estaba sola. Se sintió sola. Fue como si de repente el silencio, más que la noche, lo invadiese todo. Y se vio de pronto convertida en un minúsculo grano de arena batido por la enorme grandeza del mar, un breve y leve sonido en el grandioso conjunto de una orquesta. Se notó pequeña e indefensa, como si de pronto todo el peso del mundo cayese sobre sus jóvenes hombros. Y sintió tal opresión que hasta se le hizo un nudo en la garganta. Comenzó a tiritar, aunque no por el frío de un nocturno otoño, sino por la indefensión de tan diminuto ser ante la enorme magnitud del mundo, ante su grandiosidad. Creyó sentir en un solo momento todos los sonidos que la ciudad desconoce..., el viento entre los árboles... el vuelo de nocturnas aves... la respiración tranquila de pequeños animales..., el sonido acechante de los depredadores ... Y un ciento de sonidos más difícilmente reconocibles en aquel momento y en aquel lugar. Y el peso fue tal, ¡tan grande! la opresión sentida, que su inmediata reacción fue escapar, escapar del peso de la noche buscando el único resquicio de civilización que podía encontrar en ese momento a su alcance.
Se refugió en el coche. Él no se había movido de allí, observando – tal vez sorprendido – su extraña actitud. Y ante la angustia que ella demostraba, la abrazó. Se dejó rodear por sus brazos, pero el gesto de él no pudo impedir las convulsiones nerviosas que la azotaban, no pudo impedir que las lágrimas aflorasen incontenibles, cual catarata en época de deshielo. ¿Angustia?, ¿miedo?, ¿rabia?... ¿soledad? Cada gota caída parecía llena de inconmensurables sentimientos que aún hoy, cuando recuerda lo ocurrido aquella noche, no es capaz de descifrar.
... Pasó el tiempo. Desde entonces, muchas veces se ha enfrentado al silencio de la noche y ha descubierto las mil caras de una belleza apenas vislumbrada por la mayor parte de la gente. Una belleza real, no inspirada por sentimientos románticos, basada en su propia inmensidad, en el sentimiento de grandeza de una oscuridad cargada de luces y reflejos, de un silencio lleno de sonidos, de una soledad compartida con la compañía del tiempo y el espacio. El miedo fue desapareciendo. Y frente a la angustia fue surgiendo la paz.
Y fue en esta comunión que poco a poco fue creciendo entre ella y la noche que llegó el momento... Hoy es una noche de estío. Las estrellas brillan temblorosas, iluminando el entorno con destellos que acompañan la lechosa claridad de la luna llena. Tras ella se recortan los montes elevándose nítidamente al cielo con una extraordinaria grandeza, como un antiguo grabado lleno de mágicas insinuaciones... El silencio se ha plagado de nocturnos sonidos ni siquiera imaginados en las noches urbanas: cálidos, profundos, misteriosos,..., llenando de vida la inmensidad de la misma. Hoy es el momento. Hoy es la noche...
Desnuda de cuerpo y alma, tumbada sobre la propia desnudez de la Tierra, ha sentido latir dentro de ella el milagroso influjo de la Madre que la arropa. Y hoy, que sabe que lleva una semilla de vida nueva en su interior, ha sentido de repente toda la sabiduría que durante siglos se ha transmitido por línea femenina. Ha aprendido de golpe los misterios de la vida. Ha descubierto el lazo invisible que durante tantos años la ha unido con la naturaleza. Hoy ha comprendido qué la atraía de la Noche..., la llamada de la Madre Tierra queriendo transmitirle el saber de tanto tiempo, haciéndola heredera de conocimientos ancestrales. Hoy ha sabido por qué ha perdido el miedo y se siente tan cerca de la tierra y las estrellas. Y hoy ha conocido, en comunión con ella, que la semilla que guarda en sus entrañas será una niña, una niña que heredará de nuevo tantos de esos misterios apenas vislumbrados, una niña que será la heredera de sus saberes y esperanzas.

domingo, 17 de octubre de 2010

Los ojos de la noche

Habían avanzado las nocturnas sombras hasta bastante más allá de la medianoche cuando la DKW de color azul se internó en el camino de Las Eras.Sentada en la parte de atrás de la furgoneta iba adormilándose con el traqueteo del vehículo sobre aquellos irregulares caminos.

La jornada había sido larga y cansada. Con sus amigos habían subido y bajado mil veces por las rocosas paredes que rodean el “prao San Juan”, hasta terminar tras la cena en una de esas interminables veladas veraniegas en la que todos juntos, mayores y pequeños, acababan dándole un repaso completo a todo el cancionero popular, incluidas las canciones mejicanas y el repertorio de la tuna.

Con la quietud de la noche y el lejano titilar de las estrellas en aquel inmenso cielo que parecía poder alcanzarse con las manos, llegó de golpe todo el cansancio. Las voces de los otros, que sonaban junto a ella, en vez de mantenerla en vela le producían un dulce sopor que iba invadiéndola poco a poco.

De pronto la DKW pegó un bote al superar un bache no advertido y ella abrió los ojos mirando alrededor desorientada. Sus compañeros de viaje continuaban con su parloteo incesante ante el que no llegaba a reaccionar. Su padre conducía con la ventanilla abierta mientras mantenía un cigarrillo en la mano...

La furgoneta se sumergía cada vez más en la oscuridad de la noche dejando a la derecha, como luciérnagas desorientadas, las tímidas luces de Castrillo, que de vez en cuando se abrían paso entre las sombras espectrales que proyectaban las viejas paleras que custodiaban el camino que se deslizaba siguiendo el cauce, en sequía estival, del riachuelo que cruzaba las eras de arriba abajo.

Y como si el misterio de la noche fuese el causante de ello, de pronto el silencio se cernió sobre los que viajaban en el vehículo. Ante el repentino silencio ella abrió aún más los ojos y miró al exterior. Brillando entre las sombras, la noche parecía llenarse de miradas, puntos de luz que como ojos encadenados de dos en dos, parecían observar el paso del vehículo desde todos los rincones de la pradera. Allá donde volviese la mirada se encontraba con aquellos minutos destellos que parecían acecharla centelleando entre las sombras más oscuras de la noche.

Recordó de repente los cuentos y las historias de lobos que su padre le había relatado tantas veces y sintió un escalofrío invadiéndola y estremeciendo todos los poros de su cuerpo.

¿Qué son esos puntos de luz? – acertó a decir con un hilo de voz.

Son las estrellas – contestó su padre totalmente inmerso en el ejercicio de la conducción mientras trataba de esquivar las posibles hondonadas del terreno.

No, papá, esas no –insistió ella.- Esas otras que parecen observarnos a los lados del camino, casi a ras de suelo.

¡Ah, eso! – volvió a responder él sin ni siquiera dirigir la vista hacia el lugar. – No son más que zorros.

Pero la respuesta no tranquilizó para nada su mente calenturienta y aunque no dijo nada más que un aparentemente indiferente

¡Ah...!

su imaginación entrevió monstruos infernales acechando un descuido para caer despiadados sobre ellos, imaginó fantasmas de ojos rojos esperando una oportunidad para arrastrarles hacia quien saber que oscuro mundo de sombras y de hechizos.

Le parecieron interminables los minutos que tardaron en recorrer aquel camino alternativo que su padre escogía cuando no quería perder tiempo saludando a toda la gente del pueblo que a buen seguro disfrutaba del primer frescor de la noche sentada en los poyos de las puertas o, en último caso, para no molestar el sueño de los vecinos que ya dormían con el traqueteo del vehículo sobre el empedrado de la calle Real sonando amplificado en el silencio de la noche.

E intentando alejar de su mente la desagradable sensación de ser insistentemente observada por aquellos puntos luminosos diseminados a lo largo del camino, cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió segundos más tarde la DKW enfilaba ya el puente que separaba el pueblo de la carretera dela ciudad. Su padre seguía conduciendo absorto con el cigarrillo casi consumido entre los dedos y el resto de los pasajeros del vehículo callaban por fin, silenciados por el cansancio que comenzaba ya a dejar su huella también en ellos.

Miró a su alrededor. Ya no había puntos luminosos espiando en el camino, iluminado levemente por las últimas luces que ponían inicio y fin a la pétrea geografía de Castrillo. Solamente, en la profundidad del cielo veraniego, marcaban su camino las estrellas.

Una vez en su casa y en su cama durmió plácidamente hasta que una repentina incursión de ojos expectantes se apoderó de sus sueños despertándola bruscamente.

Se levantó entonces y cogió un libro del estante. Buscó entre sus hojas la fotografía de un zorro mientras leyó con avidez la información que contenía. Observó con detenimiento, una y otra vez, las imágenes. Y cuanto más miraba más segura estaba que aquellas luces encendidas que descubrió aquella noche, acechando quietas entre las sombras espectrales de las viejas paleras y las hierbas secas, no pertenecían a la mirada atenta de los zorros.

Le costó un esfuerzo sobrehumano recuperar de nuevo el sueño, perdido entre las brumas de su imaginación siempre desbocada.

Y desde aquel día, cada vez que escogían el camino de las eras para retornar a casa desde Valseco, una inquietud la atenazaba, y buscaba silenciosa y tensa, entre las sombras, los cuerpos que proyectaban aquellas inquietantes miradas, en la creencia de que si descubrían que era ella quien a su vez las vigilaba, estaría a salvo de cualquier ataque que pudieran estar tramando en la fantasmal oscuridad de la noche.