Mamá nos consolaba, se preguntaba por qué llorábamos, no terminaba de comprender lo ocurrido.
No era una cuestión de compresión, ni de culpas, era cosa de intuir la fuerza que acababa de desatarse.
Mi hermano se levantó y sin siquiera desayunar, se puso a montar el puzle hasta bien avanzada la mañana, fue uno de los regalos que recibió en su cumpleaños y con calma, pieza a pieza, formó primero, la montaña y las nubes. Despacio, saboreando los pasos, tomaron forma el cielo y la tierra, la casita, ¿no sabe por qué? se resistía aunque eran pocas las fichas pendientes de colocar.
Yo, mientras, rondaba inquieta por el salón, habría dado cualquier cosa por participar en la emoción de descubrir las imágenes ocultas, por disfrutar del tacto suave de las piezas.
―Déjame ayudarte, anda déjame ―le pedí.
Él, me consideraba el ser más pesado y pegajoso de la tierra.
Que no, que le dejara, ―¡Que no tocase!―.
Sin pararme a pensarlo di un manotazo. Desde la mesa, el puzle salió en un vuelo lleno de interrogantes. Planeo hasta el pasillo antes de tocar el suelo y destrozar la ilusión.
Fue el momento en que deseó que muriera.
Atónita, por lo que acababa de hacer. ¿No se que vi? Un desconocido. Todo su ser transformado. Espantada, recule hasta resbalar en un golpe seco y rotundo. La casa entera se estremeció, predecía la sorpresa.
Por lo que luego, él, contó, sintió detenerse el mundo y como la luz cambiaba a una transparencia irreal: «Era la mirada de Lauri, fija en el espasmo, la que suspendía la vida.»
Comprendí la angustia de los peces fuera del agua. La boca y los ojos muy abiertos, tendida en el suelo, el pecho encogido, incapaz de respirar.
Inmersa en una burbuja, a mamá la escuchaba trastear en la cocina, ajena en la distancia.
Él, por entonces, ya sospechaba del poder de los deseos y había deseado lo peor. A pesar de ello, no podía creer lo que estaba sucediendo. Nervioso, tomó mis manos y me incorporó, me abrazó, besó y zarandeó; maldiciones y promesas se alternaron en su boca.
De nuevo deseaba, y supe que era con todo su ser. ―No podía suceder nada―.
En el momento que una bocanada de aire, entrecortada como cuando tienes hipo, rompía las paredes de la celda en la que estaba recluida, llegó mamá alertada por el escándalo.
Lo demás fue rápido, sofocada bebía el aire y en un renacer yo misma me puse en pie .
No pudo reírse aunque quiso, mocos y lágrimas adornaban mi cara, según él, la más bonita que había visto en su vida.
Es cuando, mamá nos abrazó diciendo que no lloráramos, que no sucedía nada.
Sí, sí sucedió algo, como más tarde y en tantas ocasiones, en todo momento se cumplieron sus anhelos.
De la experiencia, dijo haber aprendido, quiso convencerme de que tendría cuidado, que algunos deseos… daban miedo.
Como críos que somos, a veces, olvidamos. Él, ya no recuerda las promesas.
Y esta vez no ha sentido lástima.
Pd.: Relato escrito para el concurso: Matilda, de Roald Dahl, en el Tintero de Oro.