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Cuando, al cerrar, Tarzán y Chita bajaban hasta el chiringuito y tienda de regalos "The Sleeping Lion" que habían abierto los blancos en mitad del parque para que los visitantes tomarán un descanso en medio del safari fotográfico, aprovechaba Chita para ponerse al día leyendo los periódicos que quedaban por los bancos.
El día que se encontró con aquella efemérides pasada que decía que
-Mira, Tarzán,hijo: esto me trae al pensamiento dos consideraciones:
1. Que esto es lo que debe querer decirse con aquello de que "Dios castiga sin palo ni piedra"
2. Que hasta Dios, al castigar, respeta el escalafón: que bien podía haber descalabrado al párroco, que, con más responsabilidades, tendría, seguramente, más ocasiones de pecar.
Tarzán asintió con la cabeza, sin apenas escuchar, enfrascado como estaba, también él, hojeando un número atrasado del VOGUE con la moda primavera-verano de bañadores de Chanel.
Eran las cuatro de la tarde de un domingo de Junio aquí en la Jungla.
La lluvia torrencial de la mañana había dado paso a una tarde fresquita y soleada y a una brisa limpia y traspasada de olores y sonidos como de un mundo recién estrenado.
Chita, indolente, leía reclinada en las raíces casi humanas de aquella secuoya milenaria junto al lago.
De pronto, como el que tiene la impresión del "dejà vu", de estar leyendo de nuevo algo visto en algún sueño del pasado, cerró el libro suspirando:
-Tarzán, hijo, no te dejes engañar por la apariencia: aunque dos libros te parezcan exactamente iguales, a veces, inexplicablemente, en uno de ellos cambia el nombre del autor
Chita se enteró, por pura casualidad, de que, en la aldea de los hombres, enfrascada como era su costumbre en una larga y penosa guerra fratricida, un general (del bando que luego resultó ser el vencedor) había dicho aquella cosa atroz, que abochornaba solamente al escucharla:
"Nuestros heroicos legionarios les han enseñado a las mujeres de los rojos lo que es realmente un hombre y no un castrado miliciano".
Y, con el mismo horror, se enteró de que semejante bestia sanguinaria no había sido, por lo menos, degradado, sino que figuraba en la nómina de los Padres de la Patria y le habían sido dedicadas plazas, calles y avenidas.
Se le erizó a Chita, de puro furor, el pelo de la espalda y comentó al pupilo, realmente impresionada:
-" Mira, Tarzán, hijo. Si por algún designio oscuro, que no alcanzo a comprender, el Gran Mono Celestial hubiera castigado a una parte de nosotros convirtiéndoles en hombres, no debería hablarse jamás de evolución, sino de fatal degeneración. Sólo así podría explicarse la existencia de esos monos asesinos, salvajes y enloquecidos".
Habían pasado ya diez días de un llover continuo y torrencial sobre la selva. Días y días de una lluvia feroz y primitiva. Del ambiente fresco y perfumado de la primera llovizna se había pasado a la pesada sensación de la penumbra permanente y el martilleo constante del agua sobre las hojas.
Tal vez todo ello, o la obligada inactividad en el refugio, habían provocado en Tarzán un estado de febril melancolía que le empujaba a escribir larguísimos y lánguidos poemas de penas y de ausencias, excesivos en la forma y escasos en el fondo.
Chita leía, indulgente, los poemas del pupilo y, escogiendo las palabras para no herir sus sentimientos, aunque sin renunciar, al mismo tempo, a la tarea educativa que se había impuesto, le advirtió, doctrinal y cariñosa:
- Convéncete, Tarzán, hijo: en la literatura, como en el sexo, el exceso y el tamaño no mejoran, necesariamente, el resultado.
Ya lo sé. Las cosas son como son y no voy a decir ahora lo contrario: el malo de la historia fue y seguirá siendo siempre el lobo feroz. Suya es toda la culpa y él es el único responsable de todas sus acciones.
Ahora bien, dicho esto, Caperucita fue, al menos, una imprudente: imprudente por meterse en el bosque que, como todo el mundo sabe, es el lugar natural de peligros y perdición; imprudente, por andar dando confianzas a desconocidos (ya ves que ahora se aconseja dejar el menor número posible de pistas personales en los chats, que hay mucho lobo por ahí suelto); imprudente por echar carreritas con el lobo. Ya te digo: una imprudente.
Pero, vamos, el colmo fue meterse con él en la cama: Ya me diréis si eso no fue lo que se dice "meterse en la boca del lobo".
Todo el misterioso encanto de la jungla se hace especialmente intenso en los minutos previos a que estalle la tormenta.
Se para, de repente, el ruidoso gorjeo de los pájaros, el chillido nervioso de los monos, el viento en las copas de los árboles y un bochorno espeso y silencioso avanza reptando como el vaho enredado en el manglar.
Todo cesa de repente. El ir y venir, el revoloteo incesante de mosquitos y de insectos.
Sólo los bichos perezosos parecen despertar de repente y enfrascarse en empresas y trajines como si estuviera por llegar, de improviso, el fin del mundo.
Chita, con gesto de desprecio, observa con desdén el ajetreo:
-"Tarzán, hijo, no te dejes impresionar: el que tiene mucho que hacer es que, todavía, no lo ha hecho".
Después de doce días de un llover torrencial sobre la jungla, salió el Sol y volvió el ajetreo de pájaros y monos.
Tarzán se enfrascó en una febril escalada de liana en liana como si fuera lo último que habría de hacer en esta vida.
Fue entonces cuando Chita, en su sufrido papel de entrenadora, dijo aquello que debería estar escrito en bronce a la puerta de ministerios y despachos:
-"No trepes tan deprisa, hijo, que la arboleda es breve".
Se habían conocido en una de esas excursiones del Club de los 60 y habían decidido, a pesar de sus hijos y sus nietos, espantar en común la soledad y compartir las pensiones, las pastillas del reuma, los recuerdos y el otro lado de la cama. Y así, en la dulce rutina cotidiana, fueron pasando los días y las cosas.
Una mañana, al despertar, quizás espoleada por algún sueño pasajero o por el deseo de terminar con aquel concubinato, ella, que había sido siempre tan mirada, tan cuitada y tan decente, le dijo al compañero:
-Ramón ¿Y si nos casamos?
-¡Qué cosas se te ocurren! ¿Quién nos va a querer a nuestros años?
Nadie supo romper aquel silencio torvo y denso, enmarañado de rencores centenarios, conocidos por todos aunque nadie hubiera dicho nunca nada.
Nadie quiso empañar el dulce sabor de la venganza de aquel minuto interminable que compensaba, de golpe, veinte años de desdenes.
Sólo el obispo, sólo él parecía, al mismo tiempo, ajeno y necesario, en aquel cuadro intemporal de miserias orgullosas.
Y lo cierto es que todo ocurrió en un instante imprevisible, como llegan las tormentas a los pueblos de La Nava.
Desde hacía treinta años no se había visto por el pueblo ningún cura forastero, si se quitaba el fraile capuchino que vino una vez por la fiesta de San Blas y el hijo de Evaristo, que estuvo un verano de hace tiempo a curarse de unas fiebres que había cogido con los indios. Pero aquello, como es lógico, no tenía nada que ver. Aunque alguien había dicho que al hijo de Evaristo, en el convento, le llamaban Fray Pedro de la Nava , en el pueblo seguía siendo Doro el de Evaristo o, si me obligan, Doro "El Calentín", como habían llamado a su abuelo, a su padre y sus hermanos. Pero un obispo, lo que se dice un obispo, nadie había oído que hubiera pasado ninguno jamás por la comarca.
Don Raimundo había anunciado su visita en la misa del domingo. Era lo único nuevo y sorprendente que había dicho en quince años. Por eso, tal vez, tardaron un momento en comprenderlo, distraídos, como siempre, en un sermón de milagros y reproches. Parecía que el obispo quería hacer un recorrido por los pueblos de La Nava: Quintanilla y San Adrián, por la mañana; Pobladura y Las Barreras, por la tarde. Por eso, les pedía que estuvieran reunidos el jueves, a las cinco, en los portales de la iglesia.
Y el jueves, a las cinco, fueron llegando, silenciosos como tordos, los nueve vecinos que aún poblaban, por entonces, Las Barreras de La Nava.
Fueron llegando poco a poco. Ocuparon su puesto en el poyo de la entrada y esperaron, resignados, sin pasión y sin temor, como se espera el verano o las desgracias.
Y llegó el obispo al fin, como llega el verano, tarde y seco, sin mirar a los ojos, repartiendo bendiciones, pretendiendo derretir, con su presencia, las últimas heladas del invierno.
Y dijo no se qué de la paz en las aldeas, del trabajo, las cosechas y la pureza del aire y las costumbres.
Pero nada parecía suficiente para romper el silencio de los fieles.
Y fue entonces cuando dijo, inconsciente, aquello que, sin duda, se habrá reprochado, desde entonces, tantas veces:
-"Siendo ustedes tan pocos, se querrán como una auténtica familia"
Fue aquella la primera señal de la tormenta, el primer trueno que estremece las majadas en las tardes de septiembre.
Y después ya todo fue imparable, imprevisible como el odio y el granizo.
-"Dígaselo a este, que ha movido los mojones de las tierras" -"¿Y tú?, que te has quedado con la herencia de tu hermana..."
Se levantó el vendaval de los rencores, la sorda acusación de las injurias, el turbio manantial de las envidias, la venganza primitiva del insulto, el desprecio y el silencio.
Creció y creció la espiral, como crecen al deshielo, las aguas desbordadas de la presa hasta que sonó, como un bálsamo, la voz de Atilano, el cantinero:
- ¡"Callaros, hostia, que está aquí el Señor Obispo"
Y estalló, como dije, el estruendoso silencio de un minuto interminable y cuando el coche del obispo se perdió entre el polvo tras la vuelta del camino de la ermita, quise ver una sonrisa en algún rostro impenetrable.
Al otro lado del teléfono, su voz sonaba clara y urgente:
-"Que van a tirar el Cine Mary".
- "Voy ahora mismo".
Haría por lo menos quince años que no habíamos coincidido, como suele pasar en las ciudades pequeñas de este reino en que parece necesario, pasado cierto tiempo, renovar las amistades para no sentirse agobiado saludando a todo el mundo.
Eran las ocho de una mañana de un día cualquiera de agosto y sólo necesite estas breves palabras para tirarme de la cama.
Mientras me vestía, a toda prisa, volvieron a mi memoria todos aquellos recuerdos que parecía que hacía años que habían quedado definitivamente sepultados.
Las tardes de noviembre vividas en la penumbra luminosa de aquel cine, huyendo de las clases de Don Beta y soñando, siempre en vano, con rozar levemente la rodilla de alguna chica que acertase a sentarse a nuestro lado, mientras el vaquero infatigable emprendía aquel galope loco para fundirse, al llegar al horizonte, con el Sol y las montañas.
Todas eran ahora, en el recuerdo, tardes lluviosas de noviembre con un lejano regusto de chicle y de tristeza.
Los habituales de aquellas tardes de fuga éramos Ramón, Gustavo y yo.
Ramón y yo habíamos sido amigos desde niños. Gustavo se unió después. Sin recordar muy bien cómo ni por qué.
Íbamos juntos a todas partes. Compartíamos secretos inviolables de cosas intranscendentes que, sin embargo, jurábamos no contar a nadie.
Aunque, para ser exactos, esto ocurría entre Ramón y yo. Gustavo fue siempre un misterio. Siempre a nuestro lado, siempre próximo y distante. Si lo pienso ahora, despacio, debo reconocer que apenas sabíamos nada de su mundo. Zanjaba cualquier pregunta con palabras escuetas o con gestos, como si le diera pereza contestar.
Recuerdo aquel día en la Plaza del Ganado que se vió metido en medio de una trifulca monumental. Cuando le preguntamos: "¿Qué pasó, Gustavo, qué pasó?" contestó con desgana, como haciendo un esfuerzo sobrehumano:
- "Nada. Se pegaban".
Por eso nos llamó tanto la atención que aquel viernes nos asaltara en el recreo para decirnos que tenía que contarnos un secreto.
El día anterior, Ramón y yo habíamos ido a jugar a los billares y Gustavo dijo que prefería ir al Cine, que ponían "El hombre que mató a Liberty Valance".
Al principio apenas entendíamos qué es lo que estaba contándonos. Parecía que en el cine una rubia se había sentado en la fila de delante y, al quitarse el abrigo, le había mirado y sonreído, que apenas se enteró de la película, pendiente como estaba de la rubia, y que al final le puso en la mano la entrada, en la que había escrito por detrás:
"Te espero aquí, los jueves, a las cinco".
Miramos con envidia aquella entrada, maldiciendo no haber sido nosotros los destinatarios de aquel lacónico mensaje.
Pero algo parecía ensombrecer aquello que, a todas luces, era una suerte inesperada:
-"¿Estas bobo, Gustavo, o qué te pasa?"
Nos contó que había salido detrás de ella y que le pareció que entraba en el portal del callejón.
Al Cine Mary se entraba desde Ordoño a través de un callejón que formaba una antigua casona abandonada con torreón, chimeneas y buhardillas, huerto de chopos a la calle y unos huecos que habían sido cubiertos con trozos de hule simulando puertas y ventanas.
Por eso mismo le dijimos que todo aquello era imposible. Incluso aquella tarde exploramos con él la casa del callejón. Al fondo del portal había una escalera de madera y todas las puertas de los pisos estaban clavadas con tablones.
No nos quiso escuchar. Se encerró cada día más en su secreto y acudía a la cita puntualmente cada jueves.
Nunca más nos volvió a hablar de todo ello.
Cuando llegó el verano nos dijo misterioso:
- "A lo mejor tardamos en vernos. Me voy lejos.
No le dimos importancia. Desde hacía algún tiempo disfrutaba dejando caer esas frases misteriosas. Sabíamos que se iría, como todos los años, con su tía, a una fonda de Perlora.
Pero al curso siguiente no volvió y, sin atrevernos a comentarlo abiertamente, buscábamos la excusa para pasar por delante de la casa al volver del instituto, mirando desde la otra acera las ventanas de hule por si podíamos descubrir algún indicio que aclarara aquel misterio.
Por eso, al oír a Ramón a otro lado del teléfono anunciando con voz plana y urgente "que van a tirar el Cine Mary", me levanté con la conciencia de que, al fin, el misterio podría desvelarse.
Cuando llegué encontré a Ramón apostado donde siempre, siguiendo las maniobras de excavadoras y camiones.
-"Parece que van a empezar ahora por la casa".
Entre nubes de polvo vimos caer la escalera, las puertas de los pisos, los hules que ocultaban cascotes de ladrillos. Nada. Polvo y ruina. Y unas cajas de papeles entre los que Ramón quiso ver, por un instante, el cuaderno de griego de Gustavo.
-"No te esfuerces, Ramón, que no era nada; que, a veces, los ojos nos hacen ver lo que esperamos".
Nos despedimos con un confuso "te llamo un día de estos y comemos".
Han pasado otros diez años y, seguramente, lo habría ya olvidado si no fuera porque ayer, en un bingo que han puesto donde el cine, una rubia, al pasar junto a mi mesa, mirándome a los ojos, me dejó un cartón donde había escrito: "Te espero aquí, los jueves, a las cinco".
Publicado en FRANCISCO FLECHA, El vuelo del milano, León, Celarayn, 2006