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Versión narrada
Versión escrita
Al otro lado del teléfono, su voz sonaba clara y urgente:
-"Que van a tirar el Cine Mary".
- "Voy ahora mismo".
Haría por lo menos quince años que no habíamos coincidido, como suele pasar en las ciudades pequeñas de este reino en que parece necesario, pasado cierto tiempo, renovar las amistades para no sentirse agobiado saludando a todo el mundo.
Eran las ocho de una mañana de un día cualquiera de agosto y sólo necesite estas breves palabras para tirarme de la cama.
Mientras me vestía, a toda prisa, volvieron a mi memoria todos aquellos recuerdos que parecía que hacía años que habían quedado definitivamente sepultados.
Las tardes de noviembre vividas en la penumbra luminosa de aquel cine, huyendo de las clases de Don Beta y soñando, siempre en vano, con rozar levemente la rodilla de alguna chica que acertase a sentarse a nuestro lado, mientras el vaquero infatigable emprendía aquel galope loco para fundirse, al llegar al horizonte, con el Sol y las montañas.
Todas eran ahora, en el recuerdo, tardes lluviosas de noviembre con un lejano regusto de chicle y de tristeza.
Los habituales de aquellas tardes de fuga éramos Ramón, Gustavo y yo.
Ramón y yo habíamos sido amigos desde niños. Gustavo se unió después. Sin recordar muy bien cómo ni por qué.
Íbamos juntos a todas partes. Compartíamos secretos inviolables de cosas intranscendentes que, sin embargo, jurábamos no contar a nadie.
Aunque, para ser exactos, esto ocurría entre Ramón y yo. Gustavo fue siempre un misterio. Siempre a nuestro lado, siempre próximo y distante. Si lo pienso ahora, despacio, debo reconocer que apenas sabíamos nada de su mundo. Zanjaba cualquier pregunta con palabras escuetas o con gestos, como si le diera pereza contestar.
Recuerdo aquel día en la Plaza del Ganado que se vió metido en medio de una trifulca monumental. Cuando le preguntamos: "¿Qué pasó, Gustavo, qué pasó?" contestó con desgana, como haciendo un esfuerzo sobrehumano:
- "Nada. Se pegaban".
Por eso nos llamó tanto la atención que aquel viernes nos asaltara en el recreo para decirnos que tenía que contarnos un secreto.
El día anterior, Ramón y yo habíamos ido a jugar a los billares y Gustavo dijo que prefería ir al Cine, que ponían "El hombre que mató a Liberty Valance".
Al principio apenas entendíamos qué es lo que estaba contándonos. Parecía que en el cine una rubia se había sentado en la fila de delante y, al quitarse el abrigo, le había mirado y sonreído, que apenas se enteró de la película, pendiente como estaba de la rubia, y que al final le puso en la mano la entrada, en la que había escrito por detrás:
"Te espero aquí, los jueves, a las cinco".
Miramos con envidia aquella entrada, maldiciendo no haber sido nosotros los destinatarios de aquel lacónico mensaje.
Pero algo parecía ensombrecer aquello que, a todas luces, era una suerte inesperada:
-"¿Estas bobo, Gustavo, o qué te pasa?"
Nos contó que había salido detrás de ella y que le pareció que entraba en el portal del callejón.
Al Cine Mary se entraba desde Ordoño a través de un callejón que formaba una antigua casona abandonada con torreón, chimeneas y buhardillas, huerto de chopos a la calle y unos huecos que habían sido cubiertos con trozos de hule simulando puertas y ventanas.
Por eso mismo le dijimos que todo aquello era imposible. Incluso aquella tarde exploramos con él la casa del callejón. Al fondo del portal había una escalera de madera y todas las puertas de los pisos estaban clavadas con tablones.
No nos quiso escuchar. Se encerró cada día más en su secreto y acudía a la cita puntualmente cada jueves.
Nunca más nos volvió a hablar de todo ello.
Cuando llegó el verano nos dijo misterioso:
- "A lo mejor tardamos en vernos. Me voy lejos.
No le dimos importancia. Desde hacía algún tiempo disfrutaba dejando caer esas frases misteriosas. Sabíamos que se iría, como todos los años, con su tía, a una fonda de Perlora.
Pero al curso siguiente no volvió y, sin atrevernos a comentarlo abiertamente, buscábamos la excusa para pasar por delante de la casa al volver del instituto, mirando desde la otra acera las ventanas de hule por si podíamos descubrir algún indicio que aclarara aquel misterio.
Por eso, al oír a Ramón a otro lado del teléfono anunciando con voz plana y urgente "que van a tirar el Cine Mary", me levanté con la conciencia de que, al fin, el misterio podría desvelarse.
Cuando llegué encontré a Ramón apostado donde siempre, siguiendo las maniobras de excavadoras y camiones.
-"Parece que van a empezar ahora por la casa".
Entre nubes de polvo vimos caer la escalera, las puertas de los pisos, los hules que ocultaban cascotes de ladrillos. Nada. Polvo y ruina. Y unas cajas de papeles entre los que Ramón quiso ver, por un instante, el cuaderno de griego de Gustavo.
-"No te esfuerces, Ramón, que no era nada; que, a veces, los ojos nos hacen ver lo que esperamos".
Nos despedimos con un confuso "te llamo un día de estos y comemos".
Han pasado otros diez años y, seguramente, lo habría ya olvidado si no fuera porque ayer, en un bingo que han puesto donde el cine, una rubia, al pasar junto a mi mesa, mirándome a los ojos, me dejó un cartón donde había escrito: "Te espero aquí, los jueves, a las cinco".
Publicado en FRANCISCO FLECHA, El vuelo del milano, León, Celarayn, 2006
¡Bonita historia!.
ResponderEliminarParece que hay costumbres que no cambian a pesar del paso de los años.
Saludos,
joana
Gracias , joana. Efectivamente, todas las historias son una misma historia
ResponderEliminarSaludos
Más historias como esta y menos "horas en la caja tonta" nos haría un poco menos "INFELICES..." saludos, ángel
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