Fotografía de Alexander Grigorian en Pexels |
Tienen la mirada perdida en un horizonte próximo y a la vez lejano, hostil; por más vueltas que le doy no lo entiendo.
―¿Cómo se puede ser tan insensato o gilipollas? ―dejarse arrastrar, con niños, hasta una frontera desconocida, a pelarse de frío, entre basura y barro.
Enfrente hombres uniformados. Hombres con sus propios miedos, que sueñan con no tener que intervenir. Que sueñan con que esperar sea suficiente y los problemas se solucionen por sí solos.
Las noticias se repiten, vuelven a hablar del tiempo, el anticiclón y la falta de lluvia.
La imagen se ha ido, la pantalla ha quedado a oscuras y mi derrota toma la consistencia de algo sólido, el silencio dura un instante. Acaban de cortar la luz.
Los ladridos, del perro de la vecina, se mezclan con las voces de los funcionarios del juzgado, llaman con la autoridad que dan los papeles, no se molestan en aporrear una puerta que tendrán que forzar si quieren traspasarla.
He terminado con todo, no queda ron, ni vino. Apuro la cerveza caliente, el rincón que forma el sillón con la pared hace las veces de canasta, arrugo la lata y encesto.
El suelo es un campo de batalla, un cementerio donde los muertos son botellas y viejas latas vacías de cerveza; un cementerio que solo cruzaré cuando me saquen a la fuerza.
Fotografía de Camilo Jimenez en Unsplash |