Con la madrugada, regresa la quietud y la soledad. En una atmósfera que irradia calma, de forma pausada como en un ritual despliega sus manías: sus viejas zapatillas de felpa, el vaso de agua sobre la mesa y un murmullo de radio al fondo.
Lo normal es que lea, hasta aburrirse. Deambula sin rumbo por el salón. El ventanal, tal que una pantalla de cine, le muestra una ciudad que, al igual que él, parece no descansar.
Encerrado en su pensamiento, lo soñado y lo vivido se entremezcla. Sus fantasmas vagan libres por la estancia, han acudido sin ser invitados, surgiendo de lo más profundo y oscuro de sí mismo.
Su agitación aumenta con los minutos. Necesita fijar con palabras el mundo, dar salida a tanta historia imaginada, abarcarlo todo.
Mientras escribe, el tiempo queda suspendido, se encuentra en otra dimensión, inmerso en un frenesí del que solo saldrá con el alba, cuando la noche anuncia su fin y la claridad le devuelve a la realidad.
Sale del trance agotado, con el primer café del día despeja sus ideas; y por una vez querría haber conseguido unos resultados tangibles.
Más allá de una hoja llena de tachones y este insomnio que acabara con él.
Fotografía de Christian Lambert en Unsplash.