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jueves, 16 de septiembre de 2010
EL ROSTRO DE IBUNOKO
Diez días atrás, observada desde la pequeña estancia allende los tejados, el arribo de la joven consorte de Ibunoko a la Casa, no permitía apreciar detalles que aportaran un solo hilo a la trama de nuestro callado misterio. Aún si hubiésemos nacido esclavos, ninguna esclavitud nos habría sido más penosa que la índole de aquello que se debatía entre los pliegues de nuestro silencio por adquirir un rostro cierto. El rostro de Ibunoko, por nadie visto.
Habían llegado sobre el filo del mediodía, de modo que las repetidas ceremonias de presentación se alargaron hasta la hora en que la intensidad del calor enloquece las avispas. Recién entonces le fue permitido a la señora Ibunoko llegar a sus habitaciones y rendirse al cuidado de sus propias doncellas, que la desvestían y volvían a acicalar con las fastuosas sedas de la ciudad imperial.
Como siempre -como ya nos era conocido a los sirvientes de la casa - Ibunoko se había esfumado. Su presencia no era perceptible por ojo alguno puesto que había logrado -para desesperación de quienes le servíamos - el don de la transparencia. De modo que nunca se estaba seguro de si él estaba o no, de si él podía oír o no; de si él podía regresar o no de la incorporeidad que gozaba y, en el fondo, cada uno de nosotros, esperaba que eso ocurriera alguna vez.
Se murmuraba con frecuencia sobre su inmortalidad y la controversia entre nosotros era si el hecho de ser invisible la más de las veces, lo habría dotado de las virtudes de los inmortales o si tan sólo las aparentaba.
Las tañedoras de laúd poco y nada podían aportar sobre los caracteres personales de Ibunoko. Jamás habían logrado ver su rostro. En sus visitas a la cámara del señor, combinaban diestramente la danza, los juegos de ingenio e imaginación hasta que imprevistamente, una gloriosa sensación de abandono y sed, las envolvía suavemente en la neblina de los sahumadores y una marea de silencios dominaban los ímpetus de la pasión.
Intuí que Ibunoko era sabio. Suprimía de la escena las variaciones que sobre su rostro podían imprimir los juegos donde las flores y los abanicos y los pájaros adiestrados debían fascinar totalmente al contemplador y encenderlo para el amoroso holocausto.
Blindaba sus emociones con alguna de sus bellas máscaras. La perfecta sonrisa magistralmente dispuesta en lacas inalterables. Los impenetrables ojos fijos en la pulida convexidad.
Restaba deliberadamente cuanto pudiera deslucir la consagración de la fábula allí mismo narrada o exigida.
Algo capaz de motivar el infinito rollo de interrogaciones que una puede iluminar en la soledad de su propia estera.
Negaba también el más ínfimo dolor a los sentidos sacramentales de la vida, cuya contagiosa sustancia pudiera remorder la contentez exigida al otro ser.
Solo una de las tañedoras se atrevió a confiar a su sirvienta que había desaparecido en el interior de un pequeño cofre pero ella continuó sus insinuantes relatos, dándole sitio a las voces graves o aflautadísimas de invisibles personajes. Danzó igual que ante Ibunoko y tuvo la certeza de que su actuación era observada por alguien verdaderamente invisible. Luego la joven se inclinó a la contemplación y piadosamente el hidalgo la hizo recluir en la Casa de los Encuentros Celestiales.
En cierta ocasión, un hombre que parecía un campesino, se presentó ante el señor pretextando haber soñado un raro sueño.
Antes que el campesino pudiera iniciar el relato, Ibunoko verdaderamente sorprendido por el visitante -con apenas un majestuoso giro de sus vestiduras- exhibió ante el presunto soñador una de sus máscaras cómicas. Sin arredrarse ante tal circunstancia, el hombre comenzó diciendo: " Me he visto a mismo en compañía de tres maravillosos genios de la danza los cuales solo poseían la mitad de sus miembros superiores e inferiores. Es decir que tenían un brazo y una pierna cada uno. No obstante era tan gloriosa su alegría, que yo mismo lejos de compadecerme de sus condiciones físicas, me sentí inundado por la radiante dicha que ellos comunicaban. Los tres residían en una aldea tibetana y en la habitación por ellos ocupada, una pequeña pieza de barro cocido con espléndidas flores de durazno, atraía las miradas prodigiosamente ".
-Un jarrón con su nube de rosadas flores, como éste que ves aquí? -le preguntó Ibúnoko.
Y antes que el hombre pudiera decir "si ", Ibunoko se transformó en el jarrón soñado por el campesino.
Quizá conmovido hasta las lágrimas, pero resuelto a develar su propio enigma, el hombre todavía rogó en voz alta: " Oh, señor, declárame dónde es pues la morada en que residen los tres genios, si en el Tibet celestial o en el Tibet más allá de la China?"
Una carcajada que tanto procedía de los viejos faroles colgantes del rico artesonado como de las falsas paredes de papel, fue la respuesta.
Aún si la noche tuviera una duración de seis mil años- como calculaba mi antecesor- los hechos que tuvieron por protagonista a nuestro invisible amo, no se agotarían. Él posee la exclusiva facultad de cabalgar a favor de nuestra obsesión por descubrir su rostro, sin que acaso exista en su voluntad idéntica pasión por ocultarlo.
O es que las máscaras de Ibúnoko son la verdad, la Única verdad que Ibúnoko puede revelar a sus servidores?
Hoy sucedió que, mientras yo pulía los grises mármoles de un estanque vacío, la joven Kano, la recolectora de flores, simulando extraer hierbas silvestres de un cantero cercano, relató en voz muy baja:
"Cuando disponía las flores en los cacharros de la terraza -no? - la señora Ibunoko llamó por mí:
-Kano -dijo -dame uno de tus crisantemos para mi cabello.
No había crisantemos en mi cesta. No. Pero miré con toda atención el gran ramo que portaba. Entonces con mucho temor, respondí:
-Soy tan torpe que no logro advertir la flor que mi señora ha pedido. No hay crisantemos en esta época. Estoy segura. Pero quizá ésta orquídea azul como su obi, lucirá como perla.
La señora Ibunoko extendió su mano tristemente en el vacío mientras una sonrisa también vacía acentuaba la exquisitez de su cara. Se hizo un doble silencio, porque yo estaba muy confundida y la señora parecía haber olvidado de improviso todas las flores de este mundo.
Fue entonces cuando expresó:
-Oh, dulce Kano! No! No eres torpe... Es que yo soy ciega"
Beatriz Basenji
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dicen que para que una historia funcione tiene que tener un buen final.
ResponderEliminarY este lo tiene
-Oh, dulce Kano! No! No eres torpe... Es que yo soy ciega"
Me gustó muchísimo