Habían avanzado las nocturnas sombras hasta bastante más allá de la medianoche cuando la DKW de color azul se internó en el camino de Las Eras.Sentada en la parte de atrás de la furgoneta iba adormilándose con el traqueteo del vehículo sobre aquellos irregulares caminos.
La jornada había sido larga y cansada. Con sus amigos habían subido y bajado mil veces por las rocosas paredes que rodean el “prao San Juan”, hasta terminar tras la cena en una de esas interminables veladas veraniegas en la que todos juntos, mayores y pequeños, acababan dándole un repaso completo a todo el cancionero popular, incluidas las canciones mejicanas y el repertorio de la tuna.
Con la quietud de la noche y el lejano titilar de las estrellas en aquel inmenso cielo que parecía poder alcanzarse con las manos, llegó de golpe todo el cansancio. Las voces de los otros, que sonaban junto a ella, en vez de mantenerla en vela le producían un dulce sopor que iba invadiéndola poco a poco.
De pronto la DKW pegó un bote al superar un bache no advertido y ella abrió los ojos mirando alrededor desorientada. Sus compañeros de viaje continuaban con su parloteo incesante ante el que no llegaba a reaccionar. Su padre conducía con la ventanilla abierta mientras mantenía un cigarrillo en la mano...
La furgoneta se sumergía cada vez más en la oscuridad de la noche dejando a la derecha, como luciérnagas desorientadas, las tímidas luces de Castrillo, que de vez en cuando se abrían paso entre las sombras espectrales que proyectaban las viejas paleras que custodiaban el camino que se deslizaba siguiendo el cauce, en sequía estival, del riachuelo que cruzaba las eras de arriba abajo.
Y como si el misterio de la noche fuese el causante de ello, de pronto el silencio se cernió sobre los que viajaban en el vehículo. Ante el repentino silencio ella abrió aún más los ojos y miró al exterior. Brillando entre las sombras, la noche parecía llenarse de miradas, puntos de luz que como ojos encadenados de dos en dos, parecían observar el paso del vehículo desde todos los rincones de la pradera. Allá donde volviese la mirada se encontraba con aquellos minutos destellos que parecían acecharla centelleando entre las sombras más oscuras de la noche.
Recordó de repente los cuentos y las historias de lobos que su padre le había relatado tantas veces y sintió un escalofrío invadiéndola y estremeciendo todos los poros de su cuerpo.
¿Qué son esos puntos de luz? – acertó a decir con un hilo de voz.
Son las estrellas – contestó su padre totalmente inmerso en el ejercicio de la conducción mientras trataba de esquivar las posibles hondonadas del terreno.
No, papá, esas no –insistió ella.- Esas otras que parecen observarnos a los lados del camino, casi a ras de suelo.
¡Ah, eso! – volvió a responder él sin ni siquiera dirigir la vista hacia el lugar. – No son más que zorros.
Pero la respuesta no tranquilizó para nada su mente calenturienta y aunque no dijo nada más que un aparentemente indiferente
¡Ah...!
su imaginación entrevió monstruos infernales acechando un descuido para caer despiadados sobre ellos, imaginó fantasmas de ojos rojos esperando una oportunidad para arrastrarles hacia quien saber que oscuro mundo de sombras y de hechizos.
Le parecieron interminables los minutos que tardaron en recorrer aquel camino alternativo que su padre escogía cuando no quería perder tiempo saludando a toda la gente del pueblo que a buen seguro disfrutaba del primer frescor de la noche sentada en los poyos de las puertas o, en último caso, para no molestar el sueño de los vecinos que ya dormían con el traqueteo del vehículo sobre el empedrado de la calle Real sonando amplificado en el silencio de la noche.
E intentando alejar de su mente la desagradable sensación de ser insistentemente observada por aquellos puntos luminosos diseminados a lo largo del camino, cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió segundos más tarde la DKW enfilaba ya el puente que separaba el pueblo de la carretera dela ciudad. Su padre seguía conduciendo absorto con el cigarrillo casi consumido entre los dedos y el resto de los pasajeros del vehículo callaban por fin, silenciados por el cansancio que comenzaba ya a dejar su huella también en ellos.
Miró a su alrededor. Ya no había puntos luminosos espiando en el camino, iluminado levemente por las últimas luces que ponían inicio y fin a la pétrea geografía de Castrillo. Solamente, en la profundidad del cielo veraniego, marcaban su camino las estrellas.
Una vez en su casa y en su cama durmió plácidamente hasta que una repentina incursión de ojos expectantes se apoderó de sus sueños despertándola bruscamente.
Se levantó entonces y cogió un libro del estante. Buscó entre sus hojas la fotografía de un zorro mientras leyó con avidez la información que contenía. Observó con detenimiento, una y otra vez, las imágenes. Y cuanto más miraba más segura estaba que aquellas luces encendidas que descubrió aquella noche, acechando quietas entre las sombras espectrales de las viejas paleras y las hierbas secas, no pertenecían a la mirada atenta de los zorros.
Le costó un esfuerzo sobrehumano recuperar de nuevo el sueño, perdido entre las brumas de su imaginación siempre desbocada.
Y desde aquel día, cada vez que escogían el camino de las eras para retornar a casa desde Valseco, una inquietud la atenazaba, y buscaba silenciosa y tensa, entre las sombras, los cuerpos que proyectaban aquellas inquietantes miradas, en la creencia de que si descubrían que era ella quien a su vez las vigilaba, estaría a salvo de cualquier ataque que pudieran estar tramando en la fantasmal oscuridad de la noche.
Qué bien, por fín, un cuento de Mercedes, me alegro mucho porque me gustan tus cuentos. Un abrazo. Charo Acera
ResponderEliminarUn cuento realmente inquietante, felicidades mercedes
ResponderEliminarrosa
Enhorabuena Mercedes. Estupendo relato, atrapa desde el primer párrafo; además,esta narrado en forma impecable.
ResponderEliminarCordial saludo,
Kapizán