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Fotografía de Vidar Nordli Mathise en Unsplash |
Hace cómo que no me toma en serio, pero está preocupado. Se han dado mucha prisa en encerrarme. Solo pretenden callarme, que no revele la verdad.
En un vasito de plástico, me acerca la medicación, delirios mesiánicos, así define el psiquiatra mi «problema».
La enfermera a su lado sonríe y se arma de paciencia, no se retirará hasta que vea que termino con las pastillas.
Para ella nada significo: ―otro viejo con el alma devastada―.
Al parecer soy el único en sentir que todo se tambalea. Su optimismo es entendible, es joven, construye un futuro y sus miras están en otras cosas. No repara en las pantallas que muestran día y noche un dolor que ya no conmueve.
Somos perros rabiosos que hacen que el viento solo arrastre lamentos. Nadie atiende a razones.
La turba se divide y desde sus trincheras nos colman de proclamas, todos se consideran los elegidos, los portadores de la verdad. Advierten de la llegada del caos, de la hora de los mártires… y hasta en eso mienten. Son los cuatro jinetes que regresan y mientras cabalgan siembran el desastre, desbaratan nuestros sueños.
―¿Lo sientes? ―Son sus pisadas que arrasan la tierra.
Ríe ignorante, mientras empuja la silla y salimos al patio a tomar el aire. En el jardín se almacenan rostros amables que marcados por la locura, miran perplejos, felices; es su forma de huir, de no afrontar la realidad. Pronto el rojo del atardecer se extenderá. Quisiera no tener razón, y ser solo un loco.