RECUERDOS DE MI INFANCIA.
LA RECOGIDA DE CEREZAS.
Estos recuerdos de mi infancia, están ahí, listos para contar. Me facilitan la tarea de escribir un relato que paso a leer. Espero que os agrade...
No hace mucho, - les cuento alguna vez a mis hijos- , tan solo hace unos pocos años, cuando tenía ocho o diez, (que tampoco han pasado tantos), llegaban marzo y abril, los meses de la primavera y en mi casa todo empezaba a cambiar. Mi padre iba y venía nervioso. Del pueblo a casa, cansado de arar, de fumigar y limpiar, de abonar y regar, preparando la tierra y los árboles para la campaña de cerezas.
Un poco más tarde, ya por los finales de mayo, cuando el calor empezaba a hacerse notar en las horas del medio día y las tardes aún eran frescas en estos meses luminosos (en tierras de Extremadura daban para mucho) mi padre anunciaba:
-El lunes nos vamos al pueblo a recoger las cerezas.
Se terminó el colegio.
Empezaba una nueva aventura de verano.
Papá alquilaba una furgoneta con conductor, “Furgonetas Genaro” (en aquellos años casi nadie tenía coche y menos carnet de conducir).
Mi madre, mi hermana y yo, desmontábamos la casa de forma metódica, poco a poco, con calma, para aprovechar bien el espacio. En los colchones se colocaban sabanas, almohadas, toallas, ropa de cocina… Se enrollaban como croquetas, atados con dos cuerdas tensas, y se almacenaban en el pasillo, en fila esperando el transporte. Las maletas, con ropa de trabajo y de calle; las bolsas, con botas y zapatos, los barreños de plástico y de zinc, con toda la loza, cazuelas, sartenes, cubiertos…, todo lo necesario para acondicionar una cocina, tapado con las mantas, que amortiguaban los golpes y movimientos bruscos de la furgoneta (tengamos en cuenta que las carreteras que daban acceso al pueblo de montaña eran de tierra y piedras). Nos llevábamos hasta la nevera y la olla exprés, que en aquellos tiempos eran los grandes avances de la hoy denominada calidad de vida. También la radio y, algunos años más tarde, colocada en el sitio privilegiado de la furgoneta, como la reina de la excursión, la televisión, la joya mágica de la casa. En las cestas de mimbre, aceite, sal , garbanzos, lentejas, tocinos y mantecas, chorizos (si quedaban de la matanza del invierno) y algún queso curado en aceite que eran los manjares de los que curraban en el campo
Todo. Nos lo llevábamos todo. Y todo se colocaba en fila. Era divertidísimo, porque aparecían cosas que no recordábamos, o encontrábamos otras que no habíamos visto nunca.
Mi madre, cansada de todo ese trabajo, se ponía muy nerviosa, porque lo poco que quedaba guardado se lo sacábamos y se lo desordenábamos, y además aprovechaba para limpiar la pelusa que se acumulaba en la casa, en los rincones, por culpa de moverlo todo. Con lo que ese día trabajaba muchísimo. Y poco a poco iba perdiendo el humor.
Un par de horas después, la furgoneta partía con padre, madre, casa y, en lo alto de todo lo acumulado, los tres hermanos tumbados como en una cama flotante. ¡Ah y los canarios! Siempre compartíamos la vida con los pájaros que, a modo de afición, mi padre criaba y vendía. ¡Qué divertido era ir botando en aquella colchoneta voladora!, Los cuentos y las historias surgían fácilmente. Enseguida reíamos y empezábamos con el: “imaginaros que vamos en la alfombra de Aladino…”. O “¿jugamos a veo veo?”.
Lo que ahora son quince minutos, porque solo son cuarenta kilómetros, con aquel panorama de auto y carretera se hacía a gusto, en una hora y media o dos. Y como casi siempre se viajaba después de comer, y a algunos les servía para dormir la siesta. Sin cinturones de seguridad, como paquetes. Pero eso era lo mejor, lo más divertido. Se veían desde lo alto de todas aquellas cosas el cielo y el campo de otra manera, de otro color.
Cada año la máxima preocupación era, al llegar, encontrar a los chavales y chavalas que el año anterior habían sido tus mejores amigos y que no habías vuelto a ver.
Después, la casa. Siempre se alquilaba. Era un castillo, un espacio por descubrir, una habitación nueva que sortear, una casa diferente que ocupar para los próximos tres meses.
Se alquilaba al Tío Ramón. O a la Tía Eugenia. Todos en el pueblo eran tíos, primos y sobrinos en alguno de los grados de parentesco. Cuando la casa tenía patio, o huerta, ya era un gran palacio.
A veces, todavía con el aturdimiento del viaje y los nervios de la llegada, lo más emocionante era mirar una casa nueva, buscar sus lugares y sus rincones, oler, abrir ventanas, colocar nuestras cosas. Poco a poco, una casa ajena iba convirtiéndose en nuestra casa de verano. Se tardaba un rato en nombrar cada lugar. Casi siempre por inercia, mi madre empezaba a voces: “ese colchón, a la habitación del fondo” , “esta maleta a la de la ventana verde”, “esta bolsa, a donde duerme tu hermana”, con intención sobre todo de acelerar el proceso y terminar pronto.
A las cuatro de la mañana sonaba un enorme despertador que ha convivido con mis padres toda la vida. Él, se levantaba el primero. Se lavaba y, se vestía y salía a buscar al caballo y al mulo, que eran los porteadores de enseres y cosas necesarias. Les colocaba la albarda, bien sujeta con la cincha, las angarillas, y encima cajas, mantas, sogas…, todo lo que se necesitaba para trabajar allí arriba en la montaña. Yo, por ser muy pequeña, me sentaba encima de todo y, agarrada muy fuerte a cualquier cosa que estuviese sujeta viajaba cómodamente (entre comillas) hasta el lugar de destino. Cuando bajaba, no sabía de qué material estaba hecho mi cuerpo. Supongo que de plastilina.
El día se hacía largo. L os hombres subían a los árboles cargados de fruto rojo y maduro, con cestos redondos de nueve kilos y sogas que ataban a las ramas y permitían bajar el cargamento obtenido. Entre chistes, historias, cotilleos y canciones, se llenaban las canastas que bajaban y volvían a subir vacías. A sí durante toda la jornada. Las mujeres: madre hermana y yo, de rodillas en el suelo, sobre una manta marrón hecha de un abrigo gabán del ejercito, de cuando mi padre hizo la mili, escogíamos y limpiábamos las cerezas de hojas, palos y pasas, para meterlas después en una caja para el transporte.
En ellas, había que poner helechos frescos. Y ahí empezaba realmente mi trabajo. Yo, pequeña y sin fuerza, cogía una cuerda y una hoz y cortaba un haz que acarreaba a las espaldas hasta donde estaba el montón. Cuando había descansado, cogía el botijo. Me iba hasta la fuente de la Borbollona, despacio y con cuidado, atenta para no despistarme y darle un porrazo al botijo con alguna piedra de las paredes del camino. Las lagartijas me asustaban. Y el silencio de la montaña, también. Los ruidos de las ramas se convertían en serpientes de cascabel. Y los topillos y gusarapos en tigres de Bengala. Entre nervios y alertas llegaba a la fuente, cargaba, y salía pitando, no fuese a ser verdad que por aquellos montes hubiese lobos y me comiesen…
El mejor momento del día, la siesta. O te dormías profundamente por puro cansancio, o te dedicabas a jugar con la imaginación, porque no nos dejaban movernos ni hacer ruido, para no molestar el descanso de los mayores. Las sombras de las hojas de los árboles, las moscas, las chicharras, las hormigas… Todo venía bien para soñar y soportar el cansancio y el calor.
Así, pasaban los días del verano. Entre trabajo y juego. Entre paseos y calores.
Con el tiempo, poco ha cambiado de todo aquello por mi pueblo. Aún se siguen viendo familias por los montes, trajinando entre ramas y cestas, cantando canciones y voceando “cesta vaaaaaa”.
Hermosa remembranza mi querida Charo.Impecablemente narrada.Congratulaciones.
ResponderEliminarMuchas gracias, poco a poco van saliendo cosillas. Un abrazo.
ResponderEliminarEsas infancias nuestras, que llevamos a flor de piel ! Relato pleno de frescura,que con generosidad nos muestras el punto central de nuestras vidas: LA FAMILIA.
ResponderEliminarCordiales saludos.
Gracias Beatriz.
ResponderEliminarHola, Charo, muy buena tu remembranza de la infancia. Como ves me he unido a vosotras bajo la hospitalidad de Paco Flecha.
ResponderEliminarNos vemos (y nos leemos)