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Fotografía de Marco Aurelio Conde en Unsplash |
Procuro no mover un músculo y a pesar de ello el sudor perla mi frente, el sofá insiste en abrazarme de modo amenazador, quiere tragarme.
Escucho entre brumas el rumor que produce la puerta del garaje del vecino. Ya han llegado.
Pronto repetirán la canción, los gritos por lo general están teñidos de cierto histerismo. No recuerdo que la niña en ningún momento suplique o pida perdón por los insultos, lo que escucho cada tarde es la voz de su padre tratando de que se calme.
Esta tarde las voces reverberan llenando con su presencia la penumbra, todo es irreal, el bochorno y la oscuridad consiguen que el sonido parezca nacer de forma espontánea en medio de mi salón. El tiempo se ha vuelto pegajoso. Tumbado, ni yo mismo creo ser real.
Y sin embargo algo cambia en un momento. El silencio se sobrecoge. Lo terrible impregna el ambiente.
Cuando sonó el timbre, no tenía duda de qué sería él. Entró con una cuerda en la mano, quería que por favor, le dejara pasar al patio.
―Creo que ha sido el calor― me dijo sin tan siquiera alzar la mirada del suelo.
Debí dormir un par de horas antes de avisar.
No he querido conocer los detalles… En cuanto le descolgaron me prometí cortar el árbol.