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Fotografia de Velizar Ivanov en Unsplash |
Papá me dio un beso antes de marcharse. Fue el último. Nunca más volvimos a estar a solas, jamás volvió a acariciarme.
Por la ventana veo esas nubes que como flechas cruzan el cielo. Me gusta creer que son los pensamientos y los sueños de los pasajeros, de esos aviones que decididos buscan su destino.
En uno de esos vuelos, cuando ya no era tan joven, la conoció. Mamá, absorta, volcada en regalar cariño cotidiano, con todo, no lo vio venir. Era algo más joven que ella, sin un pelo fuera de lugar, y el vértigo de unos tacones infinitos, que él recibió como un regalo.
―Las oportunidades se toman según vienen y no hay tiempo para meditar ―me explicaba convencido.
De que fue un amor voraz y abrasador mi madre pudo dar buena cuenta. La misma tarde que todo salió a la luz, recogió sus cosas. Ella le esperaba junto al coche. No tuvo el valor de mirarme a la cara.
Tras una travesía hacia la locura que acabó con lo que llamábamos hogar, mi hermano y yo entrábamos en un centro de acogida
Cinco años más tarde, con mi madre, ya enterrada, Cumplí la promesa hecha en el silencio de la rabia, la que ahoga y no deja respirar.
Fui a verla a su casa, por aquel entonces ya no estaban juntos, al amor arrebatado le sucedió el aburrimiento. El hechizo se había roto. No había arrepentimiento, ni rubor alguno en sus palabras, para ella era el azar el que disponía las cosas.
En la terraza, desde la que más tarde «la ayude a caer», le hice saber lo profundo del dolor y que no es bueno hacer llorar a una niña y su madre. Que el azar si existe, no es cosa con la que jugar.
Pocas ocasiones vino papá a verme y en esas escasas apariciones, cada vez, le acompañaba una mujer de distinto nombre.
Cómo si tampoco tuvieran un lugar al que ir, las nubes, paradas, engordan mientras se deshacen.
Hoy he pagado mi cuenta con la sociedad y a mamá la siento feliz, aquí en el corazón.