Habían sido amigos. Podría
decirse que ambos habían evolucionado juntos en aquel mundo tan complejo. Muy
pronto se dio cuenta que lo habían hecho por caminos que se iban separando un
poco más cada día.
Cuando sus destinos tomaron
rumbos diferentes, uno creyó que podría seguir contando con su apoyo, con el
respaldo adquirido por tantos años de experiencia en un aparente mismo objetivo.
El otro pensó que dejaba en sus manos la posibilidad de seguir manejando sus
propios hilos desde la sombra.
Olvidó que no eran mentor y
alumno, sino dos iguales. Y el día que descubrió que aquel a quien consideraba su pupilo tenía criterios
propios y que estos no iban a plegarse a sus anhelos, transformó su apoyo en la
más cruel de las inquinas. Sacó mil armas
invisibles y, de forma sutil y
lentamente, le fue provocando herida tras herida para que poco a poco se
desangrara y abandonara por si solo una partida en cuya mesa él mismo le había
sentado.
Se equivocó por completo. Tensó
tanto la cuerda de sus mezquindades que el pupilo se revolvió como animal
malherido para defender su dignidad con uñas y dientes. Y decidió acabar, pese
a todo, aquella partida.
Le costó sobrevivir a un ataque
que se prolongó en el tiempo más de lo que había sido capaz de percibir hasta
el último momento. Una venda de amistad y trabajo compartido cubriéndole los
ojos. A punto estuvo de perder su dignidad en un juego en el que, como reza el
dicho, el padre prefería matar al hijo antes de perder su dominio sobre él.
Afortunadamente reaccionó a
tiempo. Caída por fin la cinta que le impedía ver la realidad, se revolvió como
animal malherido buscando salvar su vida. Hoy evoluciona lentamente de los golpes,
haciéndose más fuerte cada día.
¡Qué pena de amistad mal
entendida! ¡Qué mezquindad de juego en el que sobre la mesa solo se ponen cartas
marcadas bajo la ingenua ignorancia de los jugadores que más se arriesgan!
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