Abandonó el
coche a un lado de la carretera para seguir el camino plateado señalado por la
luna llena. A mitad del recorrido se despojó
de sus zapatos, para avanzar sintiendo bajo sus pies la libertad que le producía
caminar descalza sobre el manto salvaje de una pradera tupida y firme.
Le llegaba el
aroma de la incipiente jara, del cantueso, del tomillo, mientras la envolvían
los sonidos nocturnos del bosque. Y continuaba avanzando ganando en rapidez,
hasta convertir sus pasos casi en una carrera.
Alcanzó el
claro al mismo tiempo que la luna se derramaba sobre él con toda la plenitud de
su blancura, tiñendo la noche de una mágica claridad. Se detuvo justo en el
centro. Alzó hacia ella su rostro y sus
brazos abiertos y comenzó a desnudarse lentamente. Después se tumbó sobre la
hierba y cerró los ojos, dejando que el resplandor de un grandioso disco lunar se
derramase sobre ella.
Cuando los
abrió de nuevo, ya la luna se escondía junto al linde donde comenzaba la
arboleda, llenando de penumbra y sombras aquel refugio de quietud y de
silencio. También ella se sintió llena, plena de satisfacción, de realidad e
irrealidad a un mismo tiempo, de indescriptibles sentimientos… Y comenzó a
incorporarse muy lentamente, para no turbar con bruscos movimientos la vida que
palpitaba en aquel rincón del bosque.
Se fue
vistiendo poco a poco y, aún descalza,
inició el retorno hacia su coche, mientras la luna, deslizándose en dirección
contraria, llenaba de sombras el camino de regreso y de luz el futuro al que ahora
se enfrentaba.
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