De entre
todas las fotografías expuestas en aquella sala, se fue a parar precisamente
frente a esa. Esa que mostraba los cadáveres amontonados en la cuneta.
Una fuerza invisible
la había arrastrado hacia allí sin que hubiera podido evitarlo. Y ahora sus
pies se habían quedado pegados al suelo frente aquella imagen en blanco y
negro, con olor a miedos y recuerdos. Sus ojos fijados en aquellos cuerpos que
parecían hablarle desde más allá de la película fotográfica en que se habían
visto atrapados.
De pronto,
un nuevo pinchazo de esa mano que le duele intensamente, mientras le viene a la mente el recuerdo de la mano de
su madre. Muerta a manos de los fascistas por el sólo delito de querer a un
hombre con ideas opuestas a las suyas, dejando huérfanas dos niñas de corta
edad.
Ella era la
pequeña. No recuerda ya su rostro. Sólo la constatación de quienes la
conocieron y la recuerdan como una mujer muy guapa. Su recuerdo y el
sentimiento de la injusticia sufrida por su madre le asalta una y otra vez en
los últimos años.
Un nuevo pinchazo de dolor en su mano adormecida, sin apenas sensibilidad, y su mirada desciende de las crudas imágenes del papel hasta ese miembro dolorido. Y, con la misma, el insistente recuerdo de su madre, localizada mal enterrada en una fosa común, cuando ella era apenas una niña. Aún se imagina su blanca mano, con la alianza de boda todavía en sus dedos, asomando entre la tierra removida. Así fue delatado su cruel destino a la gente de la zona. Así pudieron constatar su muerte y su identidad. No fue una ejecución. Fue un asesinato. Dicen que sufrió tortura. Dicen que le faltaba un pecho que le habrían cortado por negarse a los carnales deseos de sus opresores, perros salvajes movidos sólo por oscuros deseos de venganza. Dicen…
Un nuevo pinchazo de dolor en su mano adormecida, sin apenas sensibilidad, y su mirada desciende de las crudas imágenes del papel hasta ese miembro dolorido. Y, con la misma, el insistente recuerdo de su madre, localizada mal enterrada en una fosa común, cuando ella era apenas una niña. Aún se imagina su blanca mano, con la alianza de boda todavía en sus dedos, asomando entre la tierra removida. Así fue delatado su cruel destino a la gente de la zona. Así pudieron constatar su muerte y su identidad. No fue una ejecución. Fue un asesinato. Dicen que sufrió tortura. Dicen que le faltaba un pecho que le habrían cortado por negarse a los carnales deseos de sus opresores, perros salvajes movidos sólo por oscuros deseos de venganza. Dicen…
Ahora ella
solo recuerda que tenía apenas seis años cuando se la arrebataron por el simple
pecado de ser la mujer de un honrado sindicalista que siempre luchó por los
derechos de sus compañeros. Un hombre que cometió el pecado de pensar de forma
diferente a los poderosos y así manifestarlo.
Y frente a
esa fotografía en blanco y negro, llena de terribles recuerdos del pasado,
siente como se asfixia entre el silencio de los gritos ignorados que se ahogan
tras la puerta cerrada a cal y canto por el miedo y la vergüenza; de la
vergüenza asentada por discursos que aún hoy se deslizan sutilmente, queriendo
echar tierra sobre tantas muertes injustas e innecesarias; de esa profunda
vergüenza del pasado instalada en algunos de aquellos hijos y nietos, que han
llegado a pensar que tal vez fue verdad que hubo algo delictivo en los afanes
de los muertos de entonces.
Pero
Felicidad solo piensa que todo muerto tiene derecho a morir y a descansar con dignidad para
siempre. Así lo ha sentido una vez más frente a esa imagen que podría haber
recogido la muerte de su madre. Y en ese mismo momento decide, dar voz a sus
recuerdos, y lanzar al mundo el terror y la angustia llevada por tanto tiempo
dentro.
Para que
nunca más vuelvan a quedar huérfanos los niños.
Para que
nunca más haya que esconder por miedo las ideas.
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