Sus manos jugaron a enlazarse por
encima de la mesa, entre los obstáculos fácilmente superables de vasos y tazas.
Mientras, la caricia se extendía a través de sus miradas que recorrían cada
rincón del rostro del otro, buscando reconocerse, aprenderse cada poro, cada
pliegue de la piel ajena.
Pronto, la distancia que entre
ambos suponía aquella mesa de cafetería, se les antojó infinita. Y se
encontraron sentados, muy juntos, en aquel diván de un discreto rincón de la
cafetería, ajenos a todos y a todo.
Las manos ya no se conformaron con
las manos. Para la mirada ya no fue suficiente encontrarse con la mirada del
otro. Y sus rostros se juntaron buscando el aliento ajeno mientras los dedos
dibujaban nuevas geografías aún desconocidas. Y tras ellos llegaron los labios,
deslizándose por cada detalle de la faz del otro, para acercarse despacio, muy
despacio, hacia aquellos labios que se ofrecían entreabiertos y ardorosos.
Hasta que llegaron a juntarse en aquel
primer beso que jamás olvidará.
Tras el primer impulso, un cuerpo
apartándose bruscamente del otro, una voz apenas imperceptible, con un ligero
matiz de asco en el acento, preguntando:
-
¿Has comido morcilla?
¡¡¡HUELES a
morcilla!!!
Y la magia del momento rota para
siempre, ante la mirada incrédula de la pareja, ante una perplejidad que, aún lo
recuerda bien, tardó largos minutos en superar.
Son las fiestas de San Froilán, y
un olor intenso a morcilla recién hecha se extiende por cada rincón del Barrio
Húmedo.
Han pasado muchos años desde aquel
primer beso que rechazó y aún sigue sin soportar el olor de la morcilla
impregnándose en la piel y en el aliento. Un olor agrio, como a rancio, que
perdura durante horas a pesar del agua, del jabón, e incluso de la pasta de
dientes, un olor que le sigue produciendo rechazo sin conocer el origen ni la
causa.
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